Este año es el centésimo aniversario de uno de los grandes eventos de la historia moderna. El 20 de noviembre de 1910, Francisco I. Madero denunció el fraude electoral perpetrado por el presidente Díaz, y llamó a una insurrección nacional. Esto marcó el inicio de la Revolución Mexicana. Hoy, las condiciones han madurado para otra revolución, esta vez con un poderoso proletariado a la cabeza.
Durante la mayor parte de su historia, México ha sido dominado por una pequeña élite que mantiene en sus manos la parte del león de la riqueza, mientras que la mayoría de la población ha vivido en condiciones de avasallante pobreza. Bajo el gobierno del General Porfirio Díaz, la brecha entre ricos y pobres se convirtió en un abismo infranqueable.
La oposición a Díaz surgió bajo el liderazgo de la burguesía liberal con gente como Madero. Pero la fuerza motora real de la revolución, vino de abajo. La naciente clase obrera mexicana comenzaba a hacerse consciente de sí misma. Luchas obreras importantes, comenzando con la huelga minera en Cananea, estaban sacudiendo a México. Sintiendo temblar la tierra bajo sus pies, Díaz fue forzado a celebrar elecciones en 1910, pero para asegurarse el triunfo, encarceló a su principal contrincante, Madero.
Después de escapar de la prisión, Madero continuó su batalla contra Díaz. Declaró que las elecciones habían sido fraudulentas y llamó a una insurrección a nivel nacional contra el Porfiriato. Pero, para que la lucha por la democracia triunfara, tenía que vincularse con las reivindicaciones más urgentes de la mayoría de la población —los campesinos—. La lucha campesina por las tierras fue el verdadero motor de la revolución democrático burguesa. Los ejércitos campesinos de Pancho Villa en el norte, y el líder campesino Emiliano Zapata en el sur, acosaron al ejército mexicano en una clásica guerra de guerrillas.
La revolución permanente
No es posible entender la Revolución Mexicana sin referirse a la Teoría de la Revolución Permanente de Trotsky. La esencia de ésta consiste en que la burguesía colonial y la burguesía de los países atrasados son incapaces de llevar adelante las tareas de la revolución democrático-burguesa. Esto se debe a sus vínculos con los terratenientes e imperialistas. Los bancos tienen hipotecadas las tierras, los industriales poseen vastas extensiones de tierras en el país, los terratenientes invierten en la industria y todo a su vez está amarrado y vinculado con el imperialismo en una red de intereses creados, opuestos a cualquier cambio sustancial.
Esta es la razón por la cual, aunque Rusia en 1917 era un país atrasado como México, la tarea de llevar adelante la revolución democrático-burguesa recayó en los hombros del proletariado. Pero el proletariado, habiendo conquistado el poder a la cabeza del campesinado y la mayoría de la nación, no se detuvo tras lograr las tareas democrático-burguesas de expropiar a los terratenientes, unir a la nación y expulsar a los imperialistas, sino que pasó inmediatamente a las tareas socialistas de la expropiación de la burguesía y el establecimiento de un Estado Obrero. Ésta era la única manera en que el enorme potencial de la Revolución Mexicana pudo haber desembocado en una transformación social completa.
La debilidad de la Revolución Mexicana era la debilidad de la revolución campesina. El campesinado era suficientemente fuerte como para derrocar el orden existente, pero no para imprimir su sello en el destino histórico de México. Ésta no es la excepción a la regla. Siempre, desde la Revuelta Campesina Inglesa del siglo XIV y la Guerra Campesina en Alemania en el siglo XVI, toda la historia nos muestra que el campesinado es incapaz de jugar un papel independiente. En última instancia, el resultado de la lucha se decide en las ciudades y no en las dispersas áreas rurales.
El campesinado, una clase de individuos que por su propia naturaleza no están unidos por la producción, es el instrumento perfecto para el bonapartismo, ya sea burgués o proletario. Es una clase que puede ser manipulada y engañada. Durante la mayor parte de la historia, el destino del campesinado ha sido jugar el papel de subalterno de la burguesía, quien ha usado al campesinado de ariete para eliminar a sus enemigos feudales e instalarse ella misma en el poder.
Era tal el nivel de descomposición del orden existente, que los insurgentes lograron arrebatar el control a las fuerzas gubernamentales en sus respectivas regiones. La insurgencia campesina se dispersó como fuego arrasador. Los ejércitos campesinos de Zapata mostraron un tremendo coraje y determinación luchando contra los viejos opresores. Pero al final, la revolución fue secuestrada por la burguesía y sus representantes políticos.
Díaz fue forzado a reconocer la derrota y dimitió en mayo de 1911. Huyó a Francia después de haber firmado los Tratados de Ciudad Juárez y Madero, el Kerensky mexicano, fue elegido presidente. Pero el nuevo gobierno burgués no satisfacía las expectativas del campesinado levantado. Bajo la dirección del verdadero héroe de la Revolución Mexicana, Emiliano Zapata, la guerra campesina continuó. Los llamados de Madero a los campesinos para que aguardaran pacientemente una reforma agraria ordenada llegaban a oídos sordos. Los campesinos habían oído muchas veces promesas vacías de los hombres en el poder, quienes fingían defender los intereses del pueblo campesino.
Una Guerra Revolucionaria
En noviembre de 1911, Madero asumió el poder, pero fue arrestado y ejecutado por los oficiales del ejército reaccionario. Esto provocó un nuevo alzamiento campesino, que eliminó los últimos vestigios del ejército porfirista. Zapata se dispuso a tomar el poder en el Estado de Morelos, donde llevó a cabo un programa agrario revolucionario. Echó a los terratenientes y distribuyó las tierras entre los campesinos. Los ejércitos de Zapata y Villa estaban muy bien organizados y derrotaron a fuerzas superiores porque ellos eran ejércitos revolucionarios, librando una guerra revolucionaria contra los explotadores. Este es un punto que regularmente se oculta en la historia oficial de la Revolución Mexicana.
El papel más decisivo en la revolución lo jugaron los oprimidos y los pobres (campesinos, así como trabajadores rurales). Estos eran los más pobres entre los pobres, gente con una educación formal muy limitada. Empujados por la revolución, los hombres y mujeres desposeídos pelearon como tigres. Pobremente armados y sin entrenamiento militar formal, infligieron innumerables derrotas a las fuerzas gubernamentales a pesar de las ametralladoras, la artillería y los oficiales profesionales de éstas últimas.
Vemos la misma historia repetirse una y otra vez en la historia de las revoluciones. ¿Cómo pudieron los voluntarios descalzos de la Convención derrotar al ejército de la Europa monárquica? ¿Cómo las milicias norteamericanas sin entrenamiento mantuvieron en jaque a los mercenarios del Rey Jorge? ¿Cómo el Ejército Rojo Bolchevique derrotó a los 21 ejércitos invasores en 1917-1920? En cada caso, los ejércitos revolucionarios prevalecieron porque fueron inspirados por un ardiente deseo de sacrificar todo —incluso sus vidas— por la causa de la revolución. En contraste, los aparentemente formidables ejércitos de los antiguos regímenes eran ejércitos de mercenarios contratados o esclavos obligados a pelear por algo en lo que ellos no creían.
La revolución agraria podía haber sido la base para un completo cambio social en México, en las mismas líneas de la Revolución Bolchevique de 1917. Pero había una diferencia con Rusia: la ausencia de un partido como el Partido Bolchevique, que bajo la dirección de Lenin y Trotsky, dirigió a los obreros y campesinos rusos al poder en noviembre de 1917. A diferencia de Rusia, los campesinos mexicanos no pudieron encontrar una dirección revolucionaria en las ciudades, en la forma del proletariado bajo la guía de un Partido Leninista. Así, todo el heroísmo y sacrificio de los campesinos sirvió simplemente como la escalera sobre la cual la burguesía mexicana se alzó y tomó el poder. Pero una vez instalada en el Palacio Presidencial, la burguesía comenzó a preparar la traición a sus aliados campesinos.
El estrato superior de la burguesía mexicana se alarmó del movimiento revolucionario de las masas, el cual estaba escapándose de su control. Temían (correctamente) que la solución revolucionaria a la cuestión agraria fuera el punto de partida para un completo asalto a toda la propiedad privada. Por esta razón decidieron detener el proceso. Su primer acto fue deshacerse del líder más arrojado de los campesinos revolucionarios. Así, en 1919, Zapata fue asesinado por Jesús Guajardo, actuando bajo las órdenes del General Pablo González. El asesinato del dirigente campesino fue una clara muestra del carácter contrarrevolucionario del régimen carrancista.
Bonapartismo
Lo que pasó después muestra cruelmente las limitaciones de una revolución puramente campesina. El asesinato de Zapata privó al movimiento campesino de cualquier posibilidad de desarrollarse como una fuerza centralizada coherente. Zapata no tenía partido, y su asesinato se realizó con la intención por parte de la clase dominante de desorganizar y atomizar el movimiento revolucionario en el campo. Y funcionó. El movimiento revolucionario se partió en muchas fracciones distintas. El destino del campesinado —y de la Revolución Mexicana— iba a ser decidido en otro lugar y por otras fuerzas de clase.
Después de la muerte de Zapata, el movimiento campesino, fuerza motora de la Revolución, sufrió una derrota decisiva a manos de las fracciones burguesas en torno a Obregón y Carranza. A partir de ese momento, toda la nación degeneró en un estado de caos, con las fuerzas de Pancho Villa arrasando el norte y diferentes fracciones peleando por el control del Estado. Unidades guerrilleras aisladas deambularon todo el país, destruyendo y quemando grandes haciendas y ranchos. A veces, era difícil distinguir las guerrillas genuinamente revolucionarias del mero bandidaje.
La sociedad no puede existir en un estado de permanente inestabilidad. La burguesía anhelaba el “orden”. Las masas estaban exhaustas y sus líderes no ofrecían perspectivas. Un equilibrio inestable de las fuerzas fue eventualmente establecido por la victoria del político burgués Venustiano Carranza, quien en 1917 tomó la presidencia y promulgó una nueva Constitución. La Constitución de 1917, que es la que formalmente sigue en vigor hasta el día de hoy, marcó la victoria de la Revolución democrático-burguesa en México. Su eje central era la reforma agraria, misma que en forma de ejido (cooperativas campesinas), llevó a cabo la redistribución de una gran porción de tierras poseídas por acaudalados terratenientes para dárselas a los campesinos.
Con esta medida, la burguesía Mexicana logró desmovilizar a los ejércitos campesinos revolucionarios y, así, desactivar el peligro. Los campesinos vieron esto como una victoria. Pero la burguesía fue la verdadera ganadora. Logró hacerse dueña del Estado. Pero al hacerlo, tuvo que tener cuidado y apelar al instinto revolucionario de las masas, tanto de los campesinos como, hasta cierto punto, de la clase obrera.
Igual que la Revolución Francesa culminó con el dominio de Napoleón Bonaparte, la Revolución Mexicana desembocó en un régimen burgués con claras características bonapartistas. Así, la burguesía impulsó una contrarrevolución bajo la bandera de la Revolución, que se convirtió en una Institución. El propio PRI, el llamado Partido Revolucionario Institucional, fue un partido bonapartista, a través del cual, la burguesía mexicana, habiéndose hecho del poder estatal a costa de la revolución popular, buscó la manera de disfrazar su dominio de clase equilibrándose hábilmente entre las clases en conflicto.
De una forma que tiene pocos precedentes en la historia, la burguesía convirtió el engaño y la demagogia en un fino arte. Después de Carranza, otros dirigentes continuaron impulsando reformas, por ejemplo, en la educación y en la distribución de tierras. La burguesía, maniobrando hábilmente maniobras entre las clases, logró un cierto grado de estabilidad durante generaciones, lo que fue excepcional en Latinoamérica.
Como el hijo bastardo de la Revolución Mexicana, el PRI, mientras representaba los intereses de clase de la burguesía nacional, siempre tenía un ala de izquierdas, misma que se apoyaba en los trabajadores y campesinos para asestarle golpes al imperialismo. Uno de los líderes más radicales de este ala de izquierdas fue el General Cárdenas, el hombre que invitó a Trotsky a residir en México, cuando todos los otros gobiernos “democráticos” del mundo le habían cerrado las puertas. Cárdenas fue sin duda un demócrata revolucionario genuino, que nacionalizó la industria mexicana del petróleo en 1938.
Cárdenas fue muy lejos con su política de nacionalización, apoyándose en las masas revolucionarias para darle golpes al imperialismo. Jamás dejó de ser un burgués revolucionario, pero demostró un gran arrojo al enfrentarse al imperialismo, por lo que Trotsky expresó una cálida admiración. La herencia de Lázaro Cárdenas proveyó al PRI de una sólida base de apoyo, misma que duró décadas. Ese fue el secreto de la relativa estabilidad que el capitalismo mexicano disfrutó hasta apenas recién. Durante siete décadas, el PRI tuvo la supremacía total, a través de una combinación de marrullería, corrupción y violencia cuidadosamente organizada. Pero ahora todo esto se acabó. Un nuevo y turbulento periodo se abre en México.
La herencia que defendemos
La Revolución de 1910-1920 fue un gran paso adelante para México. Resolvió parcialmente la cuestión agraria —aunque no enteramente—. Destruyó el poder de la vieja oligarquía corrupta, que maltrató a México durante décadas. Sentó las bases para un desarrollo más amplio del capitalismo y la industrialización y, por lo tanto, para la creación de un poderoso proletariado mexicano. Pero al final, la revolución permaneció incompleta, inacabada y fallida.
La razón de este fracaso fue la ausencia de una fuerte clase revolucionaria en los centros urbanos, capaz de proveer una dirección coherente al tempestuoso y heroico movimiento de la revolución campesina. El movimiento del proletariado mexicano apenas estaba en su infancia. Esta inmadurez y falta de desarrollo se vieron reflejadas en el dominio de los anarquistas, quienes desplegaron su usual confusión en relación con el movimiento democrático-revolucionario.
Un siglo después, la situación es completamente diferente. La mayoría de la población vive ahora en las ciudades. El peso específico del proletariado es mil veces mayor. Junto con las masas semi-proletarias y los pobres rurales y urbanos, la clase trabajadora constituye la mayoría decisiva de la sociedad. Hoy, la única clase que realmente refrenda las tradiciones de Zapata y la Revolución Mexicana es el proletariado, el cual tiene el poder potencial de transformar la sociedad de pies a cabeza. Pero para que este colosal potencial se convierta en realidad, son necesarias algunas cosas.
En toda sociedad moderna, el poder de la clase trabajadora es patente. Es el resultado necesario de una industria moderna y de relaciones de producción establecidas por el capitalismo mismo. En la sociedad moderna, no gira una sola rueda ni se prende un solo foco, ni suena ningún teléfono sin el amable permiso de la clase obrera. Éste es un poder colosal, pero los trabajadores no son conscientes de que poseen tan tremendo poder.
Hagamos un paralelo con la naturaleza. El vapor es también un enorme poder. Es la base de la Revolución Industrial. Pero el vapor sólo se convierte en poder real, opuesto al mero poder potencial, cuando es direccionado y concentrado en un punto, a través de una caja de pistones. En la ausencia de este mecanismo, el vapor simplemente se disipa inútilmente en la atmósfera. El equivalente político de una caja de pistones es un partido revolucionario con una dirección revolucionaria.
Esta afirmación se muestra directamente en la Historia Mexicana reciente. El inmenso poder de la clase trabajadora se vio en el movimiento de masas del 2006. Aquellos eventos plantearon decisivamente el tema de la importancia central de la dirección. La clase dominante mexicana y sus patrones en Washington estaban aterrados de la victoria de López Obrador, candidato del ala de izquierdas del PRD. Por esta razón tomaron las medidas necesarias para manipular las elecciones.
Como todo el mundo sabe, no hay nada nuevo en esto. ¡Sería una tarea muy difícil encontrar una elección en México que no haya sido fraudulenta! Aún así, en esta ocasión, las cosas fueron diferentes. Millones de mexicanos se volcaron a las calles para protestar contra del fraude electoral. Acamparon en la capital y rehusaron irse de ahí, desafiando cualquier intento de la autoridad para moverlos. Este magnífico movimiento de las masas tuvo el potencial de convertirse en un movimiento genuinamente revolucionario.
Todo lo que se requería era convocar una Huelga General, establecer comités de acción elegidos democráticamente y compuestos por obreros, campesinos, desempleados, mujeres y jóvenes, y así el camino se habría abierto para la transferencia del poder a los trabajadores y campesinos. Pero esto no se hizo, las energías de las masas se disiparon gradualmente como vapor en la atmósfera y la oportunidad se perdió.
No obstante, éste no es el fin de la historia. El gobierno de Calderón no puede hacer lo que la burguesía hizo en el pasado. La crisis del capitalismo significa que no hay espacio para maniobrar. Está obligada a atacar los niveles de vida y los derechos del pueblo mexicano. Ésa es la razón del ataque brutal al Sindicato Mexicano de Electricistas. Pero los trabajadores mexicanos no permanecerán con los brazos cruzados mientras los banqueros y capitalistas destruyen todo lo que conquistaron en el pasado. El escenario está dispuesto para nuevos y violentos enfrentamientos de clase que volverán pequeños los eventos de la primer Revolución Mexicana
Una nueva Revolución Mexicana —la Revolución Socialista— se está gestando. Ésta tendrá un impacto miles de veces mayor que la primera Revolución Mexicana. Mandará olas de choque a través de toda América Central y del Sur, provocando levantamientos revolucionarios por doquier. Los efectos de una revolución proletaria en México no pararán en el Río Bravo.
Hace ya mucho tiempo, Porfirio Díaz acuñó la célebre frase “Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”. Pero ahora la inexorable dialéctica de la historia ha volteado esta relación de pies a cabeza. El imperialismo norteamericano, que ha explotado y oprimido a México y al resto de Latinoamérica desde hace mucho tiempo, ahora vive con pavor de la ola revolucionaria que recorre el continente. Todos los esfuerzos del Estado más poderoso del mundo para erigir barreras que impidan la entrada de seres humanos a su territorio serán completamente estériles para impedir el influjo de las ideas revolucionarias.
La crisis global del capitalismo golpea duramente a los Estados Unidos. Para millones de personas, el sueño americano se ha convertido en la pesadilla americana. Washington conspira constantemente contra el gobierno de Hugo Chávez, pues entiende que la Revolución Venezolana es el punto de referencia para el movimiento revolucionario en toda Latinoamérica. Conspiraron para impedir que López Obrador ascendiera a la presidencia en 2006, porque no querían otro Chávez (como creían que podría serlo) en su patio trasero.
Los temores del imperialismo norteamericano se encuentran bien cimentados. Hoy, la población hispana de Norteamérica ha rebasado a los afroamericanos como la minoría étnica mayoritaria. La misma está abrumadoramente compuesta por los sectores peor pagados y más explotados de la sociedad. Las recientes movilizaciones masivas de trabajadores inmigrantes en Estados Unidos revelaron un potencial revolucionario considerable. Una revolución en México sería la chispa que prendería el polvorín. Se extendería rápidamente a través de toda la sociedad norteamericana, planteando la cuestión del cambio social y político fundamental en la nación capitalista más poderosa del mundo entero.
La Revolución Mexicana fue, en realidad, sólo la primera etapa. Fue una gloriosa anticipación que señaló el camino a seguir. Sacudió a la sociedad mexicana de su letargo y la preparó para una gran revolución cultural. Los logros de la música, el arte y la literatura mexicana son merecidamente celebrados, como también lo son la antropología, la arquitectura y la ciencia. Los nombres de Diego Rivera, Orozco, Ponce, Revueltas son reconocidos a nivel mundial. Todos éstos son los hijos de la Revolución Mexicana, misma que sería incomprensible sin éstos.
Si la revolución burguesa en México ha tenido tan profundos efectos, difícilmente se puede imaginar cuál será el impacto que tendrá la próxima revolución socialista. Un plan socialista de producción despertaría el enorme potencial del pueblo mexicano. Movilizaría el vasto potencial cultural y productivo de esta gran tierra y produciría una revolución cultural, artística y científica de magnitudes que el mundo jamás ha visto. Para nosotros, la Revolución Mexicana no es un recuerdo distante del pasado. Es, más bien, un vistazo fugaz del futuro: un futuro lleno de esperanza e inspiración para el pueblo de México y del mundo entero.
Londres, 14 de julio de 2010.
Website of Mexican Marxists: Militante (Spanish)