¿Qué es el trumpismo?

Imagen: Gage Skidmore

Los estadounidenses están acostumbrados a oír que cada elección es «la más importante de nuestra vida». Este año, ambos candidatos han ido un paso más allá, argumentando que son las elecciones más importantes de la historia de Estados Unidos. «¡¿A favor o en contra de Trump?!» Esta es la supuesta pregunta existencial que plantean los dos grandes partidos. 

Pero, en primer lugar, ¿qué es exactamente el trumpismo? Abunda la confusión sobre esta cuestión y, sin embargo, es imposible entender hacia dónde se dirige la sociedad estadounidense sin un diagnóstico correcto para esta enfermedad.

Una era de inestabilidad

Durante más de un siglo, la clase dirigente estadounidense disfrutó de una estabilidad política excepcional. Sin embargo, eso empezó a deshacerse en 2016, cuando las elecciones generales sacaron a la superficie décadas de declive económico y rabia de clase. Apoyándose en el nacionalismo económico y el chovinismo demagógico contra los inmigrantes, las mujeres y otros grupos oprimidos, Trump prometió restaurar la prosperidad económica y poner a «Estados Unidos primero». Postulándose como un audaz «outsider» que se enfrenta al establishment de Washington por el bien del pueblo estadounidense, se hizo con el poder en el Partido Republicano y lo ha transformado.

Los liberales ven el ascenso de Trump como un accidente fortuito y lamentable, y un preocupante «deslizamiento hacia el autoritarismo». Aunque algunos reconocen que ha aprovechado las reservas de un descontento legítimo, lo presentan sobre todo como un individuo siniestro, capaz por sí solo de destruir el tejido democrático del país. Pero las tendencias políticas no surgen de la nada. Para que una idea se desarrolle y arraigue en la sociedad, debe ofrecer una solución percibida a un problema determinado.

Para entender el ascenso de Trump, debemos partir de una comprensión básica de cómo surgen y funcionan las ideas en la sociedad. Karl Marx elaboró esto en su Prefacio de 1859 a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, escribiendo:

En la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella.

En otras palabras, las ideas no caen del cielo. Surgen en el curso de la existencia social, que tiene una base material, económica. Para que su mensaje haya tenido eco, Trump debe haber hablado de algo profundamente arraigado en las relaciones sociales y económicas estadounidenses. Como marxistas, debemos identificar esos «cambios en la base económica» que han conducido a una transformación tan descarnada de la superestructura política estadounidense.

Trumpismo: medio siglo en ciernes

El capitalismo estadounidense emergió de la Segunda Guerra Mundial como la potencia imperialista dominante del mundo. Europa y Japón habían sido completamente destruidos. 36,5 millones de europeos murieron a causa de la guerra, frente a 405.000 estadounidenses. Alemania, que había sido la potencia económica de Europa, retrocedió a los niveles de producción industrial de 1890. Mientras tanto, la industria estadounidense se había disparado.

En los años posteriores a la guerra, Estados Unidos produjo el 43% de los productos manufacturados del mundo, el 57% del acero mundial y el 80% de los automóviles del mundo. Esto, combinado con las nuevas tecnologías y los aumentos de productividad impulsados por las necesidades de la producción en tiempos de guerra, sentó las bases para el auge más importante de la historia del capitalismo, que vino acompañado de mejoras sustanciales del nivel de vida. La industria estaba en auge, las posibilidades de inversión rentable eran amplias y el capitalismo se encontraba en un periodo de expansión general. Una oleada de huelgas masivas en 1945-1946 contribuyó a mejorar los salarios y las condiciones de trabajo de toda una generación de trabajadores estadounidenses.

Durante este periodo, la cuota de Estados Unidos en el comercio mundial de productos manufacturados pasó del 10% en 1933 al 29% en 1953. El desempleo era bajo, los salarios aumentaban y los obreros podían conseguir fácilmente empleos en el sector manufacturero que les permitían comprar casas y formar familias. Entre 1946 y 1973, los ingresos reales de los hogares aumentaron un 74%, y los estadounidenses experimentaron mejoras significativas en la calidad y asequibilidad de su vivienda, educación, asistencia sanitaria, tiempo libre y mucho más.

Estos años marcaron profundamente la conciencia de la clase trabajadora estadounidense. Varias generaciones llegaron a creer que esas condiciones eran la «norma» del capitalismo estadounidense. Todavía es frecuente oír a las generaciones mayores recordar los «buenos viejos tiempos», «cuando hacíamos cosas en América», evocando imágenes mentales de restaurantes, partidos de fútbol americano de instituto, anuncios de Coca-Cola y suburbios recién construidos. Con sus continuas promesas de «Make America Great Again» [Haz a los Estados Unidos grande otra vez], Trump recurre deliberadamente a la nostalgia de esta época.

En realidad, sin embargo, no era la norma sino una anomalía, producto de la peculiar convergencia de factores políticos y económicos tras la guerra. Enfrentada a una recesión mundial y a la reaparición de competidores imperialistas más serios a partir de mediados de la década de 1970, la clase dominante estadounidense pasó a la ofensiva contra el movimiento obrero, y el capitalismo tendió de nuevo hacia su norma histórica.

La automatización y la subcontratación, características inevitables de la economía de mercado impulsada por el beneficio, erosionaron las existencias anteriormente estables de millones de trabajadores. Los puestos de trabajo en el sector manufacturero, que representaban el 39% de los empleos estadounidenses en 1943, cayeron a apenas un 8% en la década de 2010. Un informe de 2020 de la Oficina de Estadísticas Laborales señaló que, desde 1979, el empleo en el sector manufacturero «cayó durante cada una de las cinco recesiones, y en cada caso, el empleo nunca se recuperó totalmente a los niveles anteriores a la recesión».

Los reformistas y los liberales de izquierda explican esto como si fuera una simple cuestión de una política incorrecta. En realidad, estas tendencias no eran más que parte de la lógica económica del capitalismo. Explicando el impacto contradictorio de la automatización bajo el capitalismo, Marx describió en El trabajo asalariado y capital cómo la maquinaria recién introducida

Lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales, y, donde se la perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va desalojando a los obreros en pequeños pelotones.... Pero, supongamos que los obreros directamente desalojados del trabajo por la maquinaria y toda la parte de la nueva generación que aguarda la posibilidad de colocarse en la misma rama encuentren nuevo empleo. ¿Se cree que por este nuevo trabajo se les habría de pagar tanto como por el que perdieron? Esto estaría en contradicción con todas las leyes de la economía.

Esto es precisamente lo que le ocurrió a importantes capas de la población durante este periodo, ya que los empleos mal pagados del sector servicios, muchos de los cuales sólo ofrecían jornadas a tiempo parcial, sustituyeron cada vez más a los empleos mejor pagados del sector manufacturero. Los que conservaron sus empleos en el sector manufacturero vieron cómo disminuían sus salarios reales. La clase dominante se vio favorecida por la política pasiva y de colaboración de clases de los dirigentes sindicales. A lo largo de este período, la afiliación sindical cayó de un máximo de un tercio de la fuerza de trabajo en la década de 1950 a sólo el 11% en 2016.

En Capitalism in America: An Economic History of the United States [El capitalismo en América: una historia económica de los Estados Unidos], Alan Greenspan y Adrian Wooldrige explican:

De 1900 a 1973, los salarios reales en Estados Unidos habían crecido a un ritmo anual de alrededor del 2%. Compuesto a lo largo de los años, eso significaba que el salario medio (y, por consiguiente, el nivel de vida medio) se duplicaba cada 35 años. En 1973, esta tendencia llegó a su fin y los salarios medios reales de lo que la Oficina de Estadísticas Laborales de EE.UU. denomina trabajadores de producción y no supervisores empezaron a disminuir. A mediados de la década de 1990, el salario medio real por hora de un trabajador de producción era menos del 85% de lo que había sido en 1973.

Un informe de 2018 del Pew Research Center lo confirma: «Para la mayoría de los trabajadores estadounidenses, los salarios reales apenas se han movido en décadas». La desigualdad creció enormemente durante este periodo y, como explica un informe de 2023 del Departamento del Tesoro, los ingresos se volvieron más volátiles, disminuyó el tiempo dedicado a las vacaciones y los estadounidenses estaban menos preparados para la jubilación. 

«La movilidad económica intergeneracional también ha disminuido: el 90% de los niños nacidos en la década de 1940 ganaban más que sus padres a los 30 años, mientras que sólo la mitad de los niños nacidos a mediados de la década de 1980 hacían lo mismo.»

Todo esto tuvo un enorme impacto, aunque inicialmente oculto, en la conciencia de las masas, incluso antes de la crisis capitalista mundial de 2008. A la Gran Recesión de 2008 le siguió la recuperación económica más larga y débil de la historia de Estados Unidos.

La necesidad se expresa a través del accidente

Tenía que haber una reacción política a todo esto. El ciclo electoral de 2016 comenzó con expectativas de una carrera «normal» entre Jeb Bush y Hillary Clinton. Pero se había alcanzado un punto de inflexión. Pronto se hizo evidente que millones de trabajadores estadounidenses habían perdido la paciencia con los políticos del establishment.

Las fuerzas progresistas de la juventud y la clase trabajadora se unieron en torno a Bernie Sanders, que ofrecía un programa «socialista» de matrículas universitarias gratuitas, sanidad de pagador único y empleos públicos. Mientras tanto, Trump apeló combativamente a la ira de clase subyacente de quienes se inclinan a la derecha. Muchos partidarios de Trump simpatizaban con la campaña de Sanders y podrían haberse dejado convencer. Sin embargo, a diferencia de Sanders, que capituló ante el Comité Nacional Demócrata (DNC), Trump estaba dispuesto a luchar hasta el final. Mientras Sanders prometía lealtad a la candidata archi-establishment de su partido, Trump superaba toda resistencia y ganaba la nominación de su partido.

A medida que se acercaba el día de las elecciones, Clinton pregonó su candidatura como una continuación del statu quo, declarando: «Como presidenta, llevaré adelante el historial de logros demócratas. Defenderé los logros del presidente Obama y me basaré en ellos». Pero no tuvo en cuenta que para millones de personas, incluidos demócratas de toda la vida, el legado de Obama significaba la continuación de una existencia cada vez más miserable. Significaba fábricas cerradas, ciudades del Cinturón del Óxido en decadencia, la epidemia de adicción a los opioides y tediosos turnos en empleos mal pagados del sector servicios.

Trump, en cambio, se presentó como un outsider decidido a drenar el pantano de Washington. Su mensaje fue muy diferente: «El establishment político ha provocado la destrucción de nuestras fábricas y nuestros empleos, que huyen a México, China y otros países de todo el mundo. Es una estructura de poder global la responsable de las decisiones económicas que han robado a nuestra clase trabajadora, despojado a nuestro país de su riqueza y puesto ese dinero en los bolsillos de un puñado de grandes corporaciones y entidades políticas.»

Cuando se comparan estos mensajes y su contexto, no es difícil entender por qué Trump ganó las elecciones de 2016.

Sin duda, esa retórica no era más que un postureo cínico y una manipulación. De hecho, en 2015, Trump dijo en privado al profesor Jeffrey Sonnenfeld, de la escuela de negocios de Yale, que había copiado a propósito los mensajes contra las empresas que la campaña de Bernie Sanders había demostrado que eran eficaces. Pero en ausencia de cualquier otra fuerza anti-establishment, Trump cabalgó la ola de descontento hasta la Casa Blanca, ayudado por el antidemocrático Colegio Electoral que había sido implementado por los padres fundadores precisamente para protegerse de tales «pasiones populares.»

Desde el punto de vista de la clase dominante, Trump constituía un «elemento incontrolado» que había logrado apoderarse del Partido Republicano y de la presidencia. La mayoría de la clase dominante se encogió al ver a alguien tan estrecho de miras, egocéntrico e impredecible al timón de su sistema. «El ejecutivo del Estado moderno no es más que un comité para gestionar los asuntos comunes de toda la burguesía», explicaba Marx, y la mayoría de los capitalistas serios no confiaban en Trump para esta función.

Bajo la fanfarronería y el escándalo, su mandato presidencial se caracterizó principalmente por las políticas tradicionales del Partido Republicano, como su emblemática rebaja del impuesto de sociedades. En consonancia con la tendencia mundial hacia el proteccionismo, puso en marcha una serie de aranceles, la mayoría de los cuales fueron mantenidos por la administración Biden. Se montó sobre una racha afortunada de relativa estabilidad económica durante esos años y continuó con el gasto deficitario masivo como Obama y Bush antes que él. En 2019, ya había señales de una recesión en el horizonte, pero utilizó con éxito la pandemia de Covid-19 como chivo expiatorio cuando la economía se desplomó. Sin embargo, el caos constante llevó a un estado de ánimo de «cualquiera menos Trump», que a duras penas llevó a Biden a la Casa Blanca. Sin embargo, después de afirmar que le robaron las elecciones, y dada la inflación galopante bajo el mandato de Biden, el control de Trump sobre el Partido Republicano no ha hecho más que fortalecerse.

Una coalición electoral interclasista

Es común que los medios de comunicación burgueses enmarquen la política estadounidense en términos de dos bloques, con los medios liberales retratando a todos los «partidarios de Trump» a grandes rasgos como una especie de turba reaccionaria. Sin duda, Trump cuenta con un núcleo de partidarios reaccionarios acérrimos, incluidos algunos pequeños grupos fascistas. También cuenta con el apoyo de una capa de pequeños empresarios reaccionarios. Pero la realidad es que una capa significativa de la base de Trump está formada por gente de clase trabajadora cuyos medios de vida han sido cuestionados por el capitalismo en decadencia.

Para muchos, es simplemente un «mal menor» en comparación con los demócratas. Le apoyan a pesar de su manifiesto chovinismo, no por él. De hecho, una encuesta de Pew Research de 2024 reveló que, aunque el 91% de los votantes republicanos confía «mucho o algo» en que Trump pueda tomar buenas decisiones sobre política económica, sólo al 26% «le gusta cómo se comporta personalmente.»

The Wall Street Journal entrevistó a un trabajador de la Ford, miembro del sindicato de trabajadores automovilísticos (UAW) que era apolítico hasta la campaña de Trump de 2016. Preguntado por su apoyo a Trump, declaró: «Sabía que los demócratas habían abandonado a la clase trabajadora en los 90. Trump no es un genio. Simplemente se dio cuenta de lo que estaba pasando en el país y tuvo el valor de enfrentarse a esa gente. La inmigración masiva, el Green New Deal, todo es basura. No ayuda a la gente de clase trabajadora».

Esta es la visión confusa y distorsionada a la que conduce la colaboración de clases de los líderes sindicales y la izquierda reformista. Al apelar a la América de cuello azul, Trump atrae el apoyo de muchos que se identifican como clase trabajadora. Esta es la razón por la que la plataforma del GOP de 2024 promete «proteger a los trabajadores y agricultores estadounidenses del comercio injusto», «traer de vuelta el sueño americano y hacerlo asequible de nuevo» y «construir la mayor economía de la historia.» No importa que esto sea imposible bajo el capitalismo en crisis.

Un partido comunista de masas podría ganarse a muchos de los partidarios de Trump entre la clase obrera haciendo hincapié en un programa de clase que elevaría el nivel de vida de todos. La solución no es usar a los inmigrantes como chivos expiatorios o atacar las medidas para abordar el cambio climático, sino nacionalizar las 500 empresas más grandes bajo el control de los trabajadores como parte de una economía planificada democráticamente. Sin embargo, debido a la crisis de liderazgo proletario, estas capas están siendo cedidas actualmente a la derecha.

¿Va Trump a instaurar una dictadura?

A lo largo del ascenso de Trump, especialmente después de ser elegido por primera vez y después de los disturbios del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de EE.UU. , los liberales han levantado una algarabía sobre el peligro del fascismo y la dictadura en los EE.UU.. Se trata de una analogía superficial, una táctica de miedo destinada a conseguir apoyo para los demócratas.

Se puede especular sobre lo que a Trump le «gustaría» hacer, pero esa no es la cuestión decisiva. El punto crítico es que, dado el actual equilibrio de fuerzas de clase, Trump no está en condiciones de implementar una dictadura, ya sea un Estado fascista o una dictadura militar inestable. No es una cuestión de los deseos individuales de Trump, sino de las relaciones entre las clases. Cualquier Estado burgués en los Estados Unidos de hoy debe tener en cuenta el enorme poder potencial de los más de 120 millones de trabajadores que hacen funcionar la sociedad estadounidense y que están empezando a despertar tras décadas de letargo.

Como explicó Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, cuando analizamos la historia, 

«no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras»

El fascismo es una forma única de dictadura militar que se apoya en una base de masas de elementos pequeñoburgueses enfurecidos para aplastar físicamente al trabajo organizado. Llegó al poder en Italia, Alemania y España sólo debido al completo agotamiento y desmoralización de la clase obrera tras años de lucha revolucionaria, que acabó en derrota.

Está claro que esta no es la situación en EEUU, donde la clase obrera, enormemente fuerte, no ha sido derrotada bajo ningún concepto. Una dictadura militar bonapartista tampoco está en las cartas de Trump a corto o medio plazo. Para que eso suceda, la lucha de clases tendría que estar en un callejón sin salida, y Trump tendría que tener el apoyo de un ala considerable de las fuerzas armadas, que no tiene.

Después de perder contra Biden en 2020, Trump quería permanecer en el poder y experimentó con diferentes opciones para que eso sucediera. Sin embargo, la clase dirigente estadounidense, desesperada por reafirmar su control, no podía apoyar este empeño. Justo antes de la revuelta, el Washington Post publicó un artículo de opinión firmado por diez ex secretarios de Defensa, pronunciándose en contra de la negación de Trump de los resultados electorales. La revuelta pro-Trump en el Capitolio fue un grupo de desarrapados, bastante pequeño en el gran esquema de las cosas, sin un plan real, sin el apoyo de la clase dominante, y sin ninguna posibilidad de tomar realmente el poder.

Ciertamente, Trump no es un político «normal», y se inclina hacia la fanfarronería autoritaria. Pero su base de apoyo no es, decididamente, un movimiento fascista, y su ascenso no significa un giro fundamental a la derecha entre la población estadounidense. Más bien es un síntoma de inestabilidad y de la falta de una opción coherente de la clase obrera. La clase obrera tendría que estar agotada tras varios intentos derrotados de cambio revolucionario para que Trump estuviera a punto de imponer una dictadura militar. Pero la situación es exactamente la contraria: estamos a las puertas de un auge histórico de la lucha de clases en los próximos años.

El capitalismo estadounidense no puede «hacerse grande de nuevo»

En un ayuntamiento en 2016, se le preguntó a Barack Obama qué podrían esperar los trabajadores de cuello azul mientras sus empleos siguen desapareciendo. Sin más perspectivas electorales de las que preocuparse, Obama afirmó la verdad sobre la automatización y la deslocalización de forma más contundente de lo habitual, explicando que algunos puestos de trabajo «simplemente no van a volver.» En alusión a las promesas de Trump de «traer de vuelta todos esos empleos», preguntó: «¿Cómo va a hacerlo exactamente? ¿Qué vas a hacer? ... ¿Qué varita mágica tienes?».

Esta es la desagradable verdad para los capitalistas y sus políticos. No tienen una varita mágica con la que restaurar el crecimiento económico y la estabilidad. Ningún político capitalista puede controlar la dirección de la economía capitalista. El capitalismo es, por definición, anarquía en la producción, y las elecciones burguesas simplemente determinan quién capitaneará el barco que se hunde del capitalismo estadounidense.

El ascenso de Trump es producto de tendencias a largo plazo: la decadencia orgánica del capitalismo estadounidense durante décadas y una degeneración política sin precedentes de la izquierda y la dirección obrera. Cualquier perspectiva para derrotarle debe tener también la visión a largo plazo de la historia. Los demócratas pueden ser capaces de detener temporalmente a Trump en las urnas, pero son igualmente incapaces de arreglar las contradicciones inherentes del sistema. Mientras haya candidatos que hagan llamamientos demagógicos para acabar con el statu quo y luchar contra la corrupción política, los políticos del establishment lucharán por detener su dominio continuado en el panorama político. Sin embargo, el «populismo» de cualquier tipo no es suficiente; sólo una revolución socialista puede proporcionar empleos estables y niveles de vida crecientes para todos, erosionando la base económica de todas las formas de demagogia reaccionaria.

Para luchar con éxito por ese programa, los comunistas deben oponerse firmemente a los partidos capitalistas. Los demócratas y los republicanos son enemigos de la clase obrera en igual medida, que no pueden hacer nada para frenar la decadencia orgánica del capitalismo estadounidense. La experiencia ha demostrado que votar por el «mal menor» no funciona y, de hecho, prepara el terreno para que el «mal mayor» vuelva rugiendo. Debemos mantener nuestra bandera política limpia y prepararnos para el futuro, en el entendimiento de que los mismos factores que llevaron al ascenso de Trump también están preparando un aumento del conflicto de clase abierto. Dado que el propio Trump no puede cumplir sus promesas, él también quedará finalmente expuesto a los ojos de sus partidarios.

La tarea que tenemos ante nosotros es construir urgentemente un partido comunista independiente de clase que pueda eventualmente separar a la mayoría de la clase trabajadora de los dos partidos principales. La única manera de avanzar es replantear la polarización política en los EE.UU. en líneas de clase, apuntando así la ira legítima de la clase obrera contra nuestro verdadero enemigo colectivo: el propio sistema capitalista.

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