Lecciones del crack de 1929 y el New Deal – La depresión económica mundial y los planes de la administración Obama

El mundo capitalista se encuentra trastornado. La crisis económica iniciada en el verano de 2007 en EEUU se ha convertido en una recesión mundial de consecuencias imprevisibles. A primera vista, las semejanzas con la mayor depresión de la historia del capitalismo, el crack de 1929, son evidentes por mucho que los estrategas de la burguesía se hayan resistido a aceptarlas durante meses. Y estas semejanzas dibujan un cuadro sombrío para la clase dominante.

Una nueva estrategia

La crisis se ha caracterizado por su rapidez y simultaneidad a la hora de contagiar a todas las economías del mundo, desde las más avanzadas hasta las más dependientes, y se extiende a una velocidad de vértigo por todos los vasos comunicantes de la actividad económica (industria, agricultura, sector servicios, sistema financiero, intercambio comercial...).

La conmoción ha puesto patas arriba lo que se consideraba axiomas inviolables de la economía de libre mercado, especialmente tras el derrumbe del estalinismo hace ahora dos décadas. Los gobiernos capitalistas, empezando por el de Obama, están buscando desesperadamente una solución, una orientación estratégica que impida una rebelión social de dimensiones mundiales y una catástrofe aún mayor. Este es el motivo por el que viejas ideas en defensa de la regulación de los mercados, de la intervención del Estado en la economía, de un nuevo esquema redistributivo han vuelto a la palestra con fuerza. Muchos economistas burgueses se desgañitan a favor de planes económicos keynesianos y un nuevo New Deal para sacar a la economía del hoyo. Se trata, en teoría, de aplicar reformas basadas en el déficit público y la inversión estatal con el objetivo de aumentar la demanda mundial, recuperar las tasas de inversión, la producción industrial y frenar la sangría del de-sempleo.

Para ilustrar la gravedad de la situación, el consenso a favor de la nacionalización de la banca, después del fracaso de la intervención multimillonaria para salvar el sistema financiero y de la nacionalización de bancos en países como Gran Bretaña y EEUU, se está haciendo cada día más patente. No es casualidad que el semanario norteamericano Newsweek titulara a toda plana en su portada de hace unas semanas "Ahora somos todos socialistas". Pero en realidad, todas estas medidas tienen muy poco de socialistas. Como señaló el desdichado ex presidente estadounidense George W. Bush, ahora es necesario abandonar los principios de la economía de mercado para salvar el capitalismo.

En un momento en que la prensa capitalista manosea para sus propios fines propagandísticos las medidas económicas y políticas adoptadas por Franklin D. Roosevelt con el llamado New Deal es necesario explicar qué supuso en realidad este plan, a quién benefició y si realmente evitó la crisis mundial. Las lecciones de aquella época, y el fracaso del keynesianismo a la hora de resolver los problemas de la clase obrera, arrojan luz para entender también las perspectivas para la crisis actual del capitalismo.

El crack de 1929

Para comprender las condiciones objetivas que llevaron a la burguesía estadounidense a adoptar la nueva estrategia del New Deal es imprescindible partir del crack de 1929. Pero a su vez el desplome bursátil de aquel año, y la subsiguiente recesión económica mundial, sólo se pueden explicar a partir del auge económico precedente.

Los EEUU emergieron de la Primera Guerra Mundial como la potencia económica decisiva, colocando a Gran Bretaña en una posición subalterna. Partiendo de la excepcional acumulación de capitales propiciada por la guerra, EEUU concentraba las mayores reservas de oro del mundo, el dólar era la única moneda convertible en oro y el superávit acreedor de EEUU alcanzaba los 3.000 millones de dólares. La industria norteamericana registró un gigantesco avance gracias a la aparición de nuevos mercados para sus manufacturas (Europa y Latinoamérica). Paralelamente, la aplicación de nuevos inventos y tecnología militar a la producción civil favoreció el desarrollo de nuevas ramas de la producción que transformarían la vida cotidiana (plástico, aeronáutica, telecomunicaciones,...). Este proceso dinámico se intensificó gracias a una nueva organización de la explotación fabril (fordismo y taylorismo), que a su vez impulsó un fuerte aumento de la productividad del trabajo. En un periodo de seis años, entre 1923 y 1929, la producción de automóviles creció un 33% y el consumo de energía eléctrica se incrementó en más de un 100%. En 1925 las tasas de inversión productiva en EEUU rozaban el 20% del Producto Nacional Bruto.

No obstante, los primeros síntomas claros de desaceleración de la actividad productiva se manifestaron a finales de 1926 derivados del estancamiento europeo y de la saturación en los mercados mundiales de cereales y productos agrícolas. A partir de ahí se produjo un fenómeno típico de los periodos de ascenso: la sobreabundancia de capitales existentes, ya que no todos podían ser colocados de manera rentable en la economía productiva, empezó a pujar con fuerza el mercado bursátil y la especulación inmobiliaria en busca de mayores beneficios. Entre 1926 y 1929 se agudizó la brecha entre la actividad económica real y la bolsa de valores, enmascarando la crisis de sobreproducción latente. Cuando el estallido se produjo nada lo pudo detener.

Como en la actualidad, el desmoronamiento de las cotizaciones fue brusco y sorprendente, pero reflejaba un hecho incontrovertible: los activos de las empresas y su volumen de producción eran mucho menores que lo que indicaban los índices de cotización. La crisis de sobreproducción se agudizó por la existencia de miles de millones de capital ficticio que actuaron como una losa sobre el mercado y los efectos fueron devastadores. El crack de los valores bursátiles se trasladó inmediatamente al sector bancario que se vio incapaz de recuperar los créditos multimillonarios que habían concedido para financiar la compra de títulos y empresas que ya no valían nada. Entre 1929 y 1932, más de 7.000 entidades financieras entraron en bancarrota.

El colapso del crédito reflejó a su vez la caída abrupta de la actividad productiva estadounidense. Tomando un índice de producción industrial de 100 en 1928, en 1930 se situaba en el 83 y en 1932 en el 54. El parón de la producción provocó una oleada de cierre de empresas. Las tasas de inversión privada colapsaron: si en 1929 todavía se mantenían al 15,4%, en 1931 se redujeron al 7,2% y en 1932 al 1,5%. Paralelamente el desempleo creció a niveles desconocidos: de 1,5 millones de parados en 1929 se pasó a 4,5 millones en 1930, 7,9 millones en 1931, 11,9 millones en 1932 y 13 millones en 1933. En el campo se produjo un auténtico éxodo hacia las ciudades y regiones prósperas de más de 600.000 campesinos al año, retratado magistralmente por John Steinbeck en su obra Las uvas de la ira.

Proteccionismo y crisis de sobreproducción

En una economía mundializada, la crisis no se detuvo en las fronteras de los EEUU y se trasladó a Europa, donde el sistema financiero no pudo evitar quedar suspendido en el aire tras la repatriación de los capitales estadounidenses. Pero lo que tuvo mayores consecuencias a la hora de ampliar y profundizar el movimiento recesivo, fue la adopción generalizada de medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas entre las diferentes potencias para proteger sus mercados. En EEUU los aranceles se incrementaron sensiblemente; en Francia, las tasas que gravaban las importaciones pasaron del 17,8% en 1929 al 29,4% en 1935. En Gran Bretaña también aumentó la dosis de proteccionismo: los aranceles subieron del 19,8% en 1932 al 23,3% en 1935. Todas estas medidas indujeron a una contracción del comercio mundial que sufrió una reducción muy severa. Tan sólo en EEUU, el valor de sus importaciones pasó de 4.400 millones de dólares en 1929 a 1.339 millones en 1932. En definitiva, la producción se desplomó en todos los países y el desempleo se convirtió en un fenómeno de masas.

El crack de 1929, como otras crisis anteriores y la que vivimos hoy, reivindican plenamente las palabras de Marx y Engels en El Manifiesto Comunista: "La historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación (...) Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción (...) Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio (...) Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y más violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas".[1]

Los efectos políticos de la depresión económica fueron tremendos. El orden capitalista se vio amenazado en todo el mundo. En Europa se produjo una completa ruptura del equilibrio político y la sociedad fue sacudida por un nuevo ascenso revolucionario que se prolongó durante varios años. Las huelgas generales, las manifestaciones de masas y la crisis de la democracia burguesa y sus instituciones dominaron el panorama. Se abrió una fase en la lucha de clases europea sólo comparable con el periodo revolucionario de 1917-1923. La burguesía en Alemania y en Italia se volvió hacia el fascismo como la solución de la crisis política y social derivada del colapso económico.

El movimiento obrero estadounidense

A diferencia del boom estadounidense de las últimas dos décadas, el periodo de crecimiento de los años veinte se tradujo en un aumento de los niveles de bienestar para una masa importante de trabajadores, especialmente de los sectores cualificados empleados en la industria. Los salarios experimentaron un alza considerable: entre 1914 y 1926 el ingreso anual promedio se elevó de 682 a 1.473 dólares; descontando el efecto de la inflación, el salario obrero creció un 38% en términos reales entre 1915 y 1929. El auge significó también el ocaso del sindicalismo combativo, representado por las organizaciones del IWW, y el fortalecimiento del sindicalismo colaboracionista de la AFL [2]. La conflictividad obrera se redujo considerablemente.

Partiendo de estas condiciones, el impacto del crack de 1929 entre los trabajadores fue dramático. La depresión pilló por sorpresa al grueso de los obreros norteamericanos y el látigo del desempleo paralizó temporalmente su voluntad de respuesta. En 1930 la tasa de desempleo superó el 15%, pero durante el invierno de 1932-1933 el paro alcanzó al 25% de la fuerza de trabajo. Los salarios cayeron un 40%. El impacto de la crisis entre los pequeños agricultores fue tremendo: en este sector los ingresos promedio descendieron a la mitad.

Salvar el capitalismo: el ‘New Deal'

Desde que Roosevelt ocupara la presidencia a finales de 1932, los líderes del Partido Demócrata buscaron una nueva estrategia para salir de la depresión económica sin afectar las bases fundamentales del sistema capitalista, exactamente como hoy intentan Obama y sus asesores. El recurso a la intervención del Estado en la economía, la reforma de la legislación para canalizar el descontento laboral, la defensa del pacto social con los líderes sindicales y políticos de la izquierda norteamericana (socialdemócratas y estalinistas) se convirtieron en el eje de la acción del gobierno Roosevelt. Una política semejante, intentada en Europa a través de los gobiernos de Frente Popular y que acabó en un tremendo fracaso, sólo podía ser aplicada con relativo éxito en un país con reservas económicas importantes. León Trotsky lo señaló en un texto escrito en 1938: "Actualmente hay dos sistemas que rivalizan en el mundo para salvar al capital históricamente condenado a muerte: son el Fascismo y el New Deal. El fascismo basa su programa en la disolución de las organizaciones obreras, en la destrucción de las reformas sociales y en el aniquilamiento completo de los derechos democráticos, con el objetivo de prevenir el renacimiento de la lucha de clases del proletariado (...) La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a la aristocracia obrera y campesina sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia".[3]

En 1933, la economía norteamericana se encontraba al borde de la catástrofe: la mitad de los estados habían decretado el cierre de todos los bancos; el Producto Nacional Bruto (PNB) se redujo en un 30% y la producción industrial se desplomó un 50% con relación a 1929. La inversión privada, motor de la actividad económica bajo el capitalismo, simplemente se paró. En un contexto de hundimiento de la producción, interrupción del crédito, desempleo masivo, cierres de empresas, deflación generalizada y caída de la tasa de beneficios, las bases del capitalismo norteamericano estaban realmente amenazadas.

Las primeras medidas del New Deal fueron orientadas al sector financiero a través de medidas de rescate, inyectando miles de millones de dólares de dinero público que impidieran su quiebra total. Incluso se llevaron a cabo nacionalizaciones de entidades financieras. Como en la actualidad, este trasvase de recursos públicos se convirtió, en la práctica, en una aceleración de la concentración del capital financiero y un nuevo paso en el fortalecimiento de los monopolios. Lenin explicó en su libro sobre el imperialismo cómo funciona este mecanismo: "Los magnates bancarios parecen temer que el monopolio del Estado se deslice hasta ellos cuando menos lo esperen. Pero, naturalmente, dicho temor no rebasa los límites de la competencia entre dos jefes de negociado de una misma oficina, porque, de un lado, son al fin y al cabo esos mismos magnates del capital bancario los que disponen de hecho de los miles de millones concentrados en las cajas de ahorro; y de otro lado, el monopolio del Estado en la sociedad capitalista no es más que un medio de elevar y asegurar los ingresos de los millonarios que están a punto de quebrar en una u otra rama de la industria".[4]

La Administración Roosevelt también adoptó medidas de ayuda a la industria, a través de la NRA (Ley de Recuperación Industrial), que aceleraron la concentración empresarial y eliminaron las restricciones a los monopolios concediéndoles importantes préstamos y subsidios. Para acabar con la deflación de los precios agrarios se aprobó, entre otras, la Ley de Ajuste Agrícola (Agricultural Adjustment Administration, AAA) de 1933 que facilitó subsidios para limitar la superficie de cultivo y la cría de animales. En última instancia, estas decisiones beneficiaron a los grandes y medianos propietarios agrícolas aumentando la concentración de la propiedad de la tierra: se despidió a miles de jornaleros y pequeños arrendatarios que abandonaron en masa sus tierras.

A pesar de todo, estas medidas no evitaron que creciera el descontento social, especialmente entre los parados que se contaban por millones. En un primer momento, la administración Roosevelt recurrió a medidas de caridad públicas con la puesta en marcha de la Ley Federal de Auxilio de Emergencia, que distribuyó hacia los municipios y Estados una cantidad en torno a los 500 millones de dólares, cifra ridícula si se la compara con el desembolso realizado a favor de las empresas y los bancos. También se puso en marcha un plan de obras públicas para dar empleo a los parados a través de la PWA (Administración de Obras Públicas) que manejó un presupuesto de 3.000 millones de dólares. Para lograr el apoyo de la burocracia de la AFL a todas estas medidas, se incorporó a la NRA la famosa cláusula 7 a) que reconocía el derecho de los trabajadores a organizarse en sindicatos y negociar en forma colectiva con la intermediación del Estado.

El New Deal puso en marcha los recursos estatales para reactivar la economía privada y recuperar las ganancias de los grandes capitales. Al igual que hoy, la mayoría de las grandes empresas estadounidenses se mostraban satisfechas con esta intervención estatal, de hecho, los grandes monopolios fueron los que escribieron las reglas. En definitiva, la intervención estatal mostraba con toda crudeza lo lejos que había llegado la anarquía del libre mercado y la incapacidad del orden burgués para organizar la economía de manera progresiva, pero en ningún caso se trataba de un rasgo de socialismo. Federico Engels abordó la cuestión de la siguiente manera en su celebre Anti Dühring: "Si las crisis descubren la incapacidad de la burguesía para seguir administrando las modernas fuerzas productivas, la transformación de las grandes organizaciones de la producción y cambio en sociedades anónimas y en propiedad del Estado muestra que la burguesía no es ya imprescindible para la realización de aquella tarea. Todas las funciones de los capitalistas son ya desempeñadas por los empleados a sueldo. El capitalista no tiene ya más actividad social que percibir beneficios, cortar cupones y jugar a la bolsa, en la cual los diversos capitalistas se arrebatan los unos a los otros sus capitales (...) Pero ni la transformación en sociedades anónimas ni la transformación en propiedad del Estado suprimen la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas. En el caso de las sociedades anónimas, la cosa es obvia. Y el Estado moderno, por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista contra ataques de los trabajadores o de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, un Estado de los capitalistas: el capitalista total ideal. Cuanta más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que, más bien, se exacerba...".[5]

 

La ofensiva obrera

Durante toda esta etapa de crisis, Roosevelt entró en conflicto, a determinada escala, con individuos y grupos de capitalistas. Pero esos choques respondían, precisamente, a que el éxito de su política en defensa de los intereses generales del capitalismo, los grandes monopolios y el imperialismo norteamericano dependía de neutralizar el descontento de la clase obrera. Para lograrlo no dudó en fabricarse una imagen de "amigo de los trabajadores" y enemigo de los monopolios, dando rienda suelta a la demagogia más descarada mientras subordinaba a la burocracia sindical a los intereses generales del capital. Todas sus medidas y giros calculados fueron una respuesta a la ofensiva obrera que se desató desde 1932 hasta 1937 y que culminó en grandes luchas contra los desahucios, marchas masivas de parados y una oleada de huelgas masivas, ocupaciones de fábricas y escisión del movimiento sindical.[6]

Animados por las medidas del New Deal y los tímidos indicios de la reactivación económica, cientos de miles de obreros, entre 1932 y 1934, se organizaron sindicalmente en todos los sectores: en la industria textil, el automóvil, el acero, el caucho, etcétera. Ese movimiento masivo provocó un choque entre los intereses de la burocracia sindical de la AFL, que organizaba fundamentalmente a trabajadores cualificados, y miles de obreros no cualificados que luchaban por la formación de comités de fábrica integrados por toda la clase obrera. Finalmente, la cascada de luchas obreras, ocupaciones de fábricas y de-sobediencia sindical cristalizó en la escisión de la AFL en octubre de 1935: una fracción de la burocracia sindical, encabezada por John Lewis, dirigente del sindicato de mineros, organizó el CIO (Comité por la Organización Industrial) que agrupó a un número de sindicatos muy destacado.

El nuevo panorama abierto con el giro a la izquierda en el movimiento obrero tuvo hondas repercusiones políticas. La posibilidad de que los trabajadores culminasen con éxito el camino iniciado y se dotaran de una organización política independiente,[7] obligó a Roosevelt a realizar un nuevo giro para afianzar una nueva alianza con los sindicatos y los sectores proclives al acuerdo: el Partido Socialista y el Partido Comunista. Para calmar el descontento, el gobierno Roosevelt aprobó una nueva batería de medidas reformistas: desde una reforma fiscal significativa, pasando por la creación del sistema público de pensiones y nuevas ayudas públicas a los ayuntamientos y los Estados. También realizó concesiones a los nuevos comités de fábrica y a los líderes del CIO a través de la llamada acta Wagner, que legislaba a favor de la negociación colectiva por parte de los comités de fábrica. En esta coyuntura se crearon las condiciones para un cambio significativo del panorama político estadounidense. El Partido Demócrata consolidó la alianza entre un sector del capital norteamericano y los sindicatos, un modelo que se ha extendido hasta la actualidad, logrando mantener la confianza de una parte considerable de las masas en el Estado burgués y el sistema capitalista.

En las elecciones de 1936, Roosevelt cosechó un amplio apoyo entre los trabajadores norteamericanos gracias a la ayuda de la burocracia sindical, fundamentalmente del CIO, y de la izquierda, especialmente de los estalinistas que habían jugado un papel importante en la formación de los nuevos sindicatos. Trotsky señaló en aquel momento que "en los EEUU, el frente popular asumió la forma de rooseveltismo, es decir, el voto de los radicales, comunistas y socialistas por Roosevelt".

¿Resolvió el New Deal la crisis capitalista?

El conjunto de medidas adoptadas por el New Deal no pudo resolver la crisis ni las contradicciones profundas del capitalismo norteamericano y mundial. En 1937, tras dos años de modesta recuperación de los indicadores económicos, la recesión se hizo de nuevo visible. El paro seguía en tasas alarmantes (más de diez millones), y los niveles de inversión productiva no se habían recuperado. De hecho, la producción industrial en 1937 era un 9% inferior a la de 1929. Lo que sí consiguió la administración Roosevelt fue abortar el ascenso revolucionario de los trabajadores norteamericanos, neutralizar la expresión política independiente de su descontento, y lograr una adhesión al sistema capitalista que parecía imposible años antes. Para lograrlo contó con el auxilio de los reformistas, los estalinistas y la burocracia sindical. Estas fueron las precondiciones para garantizar el apoyo del movimiento obrero a los planes del gobierno a favor del rearme y de los preparativos de guerra, insuflando un nuevo sentimiento chovinista y patriota en la sociedad. Y fue el factor de la guerra, y su impulso económico tanto en los años que duró el conflicto como en la reconstrucción económica mundial al finalizar la contienda, lo que realmente permitió salir de la depresión iniciada en 1929 y fortalecer el dominio del imperialismo norteamericano sobre el mundo.

El fracaso del keynesianismo

A los teóricos del pacto social y la colaboración de clases, es decir a la socialdemocracia, la perspectiva de la crisis y sus consecuencias en la lucha de clases les provoca auténtico pánico. Por eso les gustaría volver a los buenos viejos tiempos, a los años de crecimiento económico de la posguerra en Europa occidental y EEUU, la época dorada del estado del bienestar, del keynesianismo y del reformismo.

La nota más destacada de aquel periodo en cuestión, que se prolongó hasta la década de 1970, fueron las grandes inversiones en la industria, el giro hacia la mecanización y la automatización, y el avance espectacular de la productividad del trabajo. Se asistió a un crecimiento tremendo de medios de producción y bienes de consumo. A su vez, esta espiral ascendente se vio fortalecida por el crecimiento del comercio mundial, que favoreció rápidos retornos del capital productivo acelerando el ciclo industrial, y una acumulación de capital formidable. Las tasas de ganancia que obtuvieron los capitalistas de los países avanzados en la década de los cincuenta y sesenta han sido las más altas en un siglo.

La intervención estatal fue un factor que contribuyó al auge de la posguerra, pero no fue el decisivo. En países de Europa occidental como Francia o Gran Bretaña, el Estado se hizo con el control de sectores productivos que el capital privado consideraba poco rentables. La modernización de estas industrias (ferrocarriles, minería, siderurgia, eléctricas, etc.) exigía grandes desembolsos de capital fijo, cuya amortización era mucho más lenta que en otras ramas productivas. Estos sectores estatalizados de la economía proporcionaban ma

terias primas y servicios baratos a los capitalistas privados, que de esta manera se beneficiaban de los subsidios y las inversiones estatales. Pero esta intervención estatal no alteraba las leyes básicas ni las contradicciones en que se mueve el capitalismo. El factor clave del auge de posguerra fue el aumento de la inversión de capital privado que ya hemos señalado anteriormente. Era la dinámica del mercado, y no la intervención del Estado, lo que determinaba el movimiento ascendente de la economía.

Tal como los marxistas de la época no dejaron de señalar, esta fase extraordinaria de acumulación finalmente chocó con los límites de la producción y las contradicciones insalvables del sistema. En última instancia toda una serie de factores se combinaron para precipitar la recesión, es decir, la reaparición de la crisis de sobreproducción con sus efectos conocidos: cierres masivos de empresas, ataques a los salarios, desempleo de masas..., abriendo un nuevo periodo de ascenso revolucionario en la década de los setenta.[8]

La depresión económica actual

El contexto general en que se mueve la nueva administración Obama y el resto de los gobiernos capitalistas es espeluznante. Cada dato que se conoce diariamente es peor que el anterior y basta un repaso a los más esenciales para entender la extrema gravedad, profundidad y extensión de la crisis. La contracción de la economía norteamericana (PIB) en el último trimestre de 2008 ha sido del ¡6,2%!; sus exportaciones e importaciones cayeron respectivamente un 19,7% y un 15,7%, el mayor descenso desde 1971; a su vez el consumo se ha desplomado registrando la peor caída en 28 años; la inversión en bienes de equipo, indicador fundamental de la inversión productiva, se redujo en ese mismo periodo un 27,8%, el peor dato en medio siglo.

Por otra parte, la tasa de paro en los EEUU se sitúa ya en el 7,2% y podría acercarse al 10% en los próximos meses. Oficialmente 11 millones de estadounidenses están en el paro, un 48 por ciento más que hace un año. En 2008 el número de norteamericanos que se ha apuntado a las listas del desempleo es de 4,78 millones, la cifra más elevada desde que comenzaron las estadísticas en 1967. La crisis afecta a todos los sectores de la producción, donde el cierre de plantas y la destrucción de empleo se desarrolla a un ritmo endiablado. Pero este fenómeno de paro masivo no es privativo sólo de la economía estadounidense: afecta a todos los países en todos los continentes.[9]

La situación es igual de mala, o peor, en Europa. La actividad económica del conjunto de la UE se redujo el 1,5% durante el cuarto trimestre de 2008. La crisis golpea especialmente a Alemania, que vivió una caída de la actividad durante el último trimestre del pasado año del 2,1%, la más intensa desde la reunificación alemana de hace dos décadas. Las economías de Francia y Reino Unido cayeron también significativamente, el 1,2% y el 1,5%, respectivamente, mientras que Italia descendió el 1,8% y España, el 1%. Por su parte, la caída del PIB en Japón, la tercera economía mundial, fue del 11,7% durante el cuarto trimestre del pasado año en tasa anualizada, según datos de la oficina del gobierno. El índice de la producción industrial del país nipón se redujo un 9,6% en 2008 respecto al año anterior. En el caso de China, si en 2007 su economía había crecido un 13%, en 2008 el impacto de la crisis internacional redujo el crecimiento a un 6,7%.

Los gobiernos capitalistas están paralizados ante el tamaño de la crisis. Sus rescates multimillonarios del sistema financiero han fracasado miserablemente, y eso que han desembolsado más de dos billones de euros de dinero público entre inyecciones de liquidez y compras de activos bancarios en el último año (entre EEUU, Europa y Japón). La persistencia en el cortocircuito del crédito, cuya sequía es una consecuencia del desplome de la economía real, demuestra que todas estas aportaciones de capital se han incorporado a los balances de los bancos o han sido distribuidos directamente como beneficios entre los accionistas. Esta es la razón por la que se ha abierto de forma descarnada el debate sobre la nacionalización de la banca, y de por qué todos los defensores acérrimos de la libertad de empresa se inclinan ahora por la intervención estatal.

Todas estas intervenciones, incluida la nacionalización, tienen una lógica aplastante: auxiliar a la banca privada a través de las finanzas públicas, del dinero que saldrá del bolsillo de los trabajadores, del recorte de los subsidios de desempleo, de los gastos en educación y sanidad pública, sin que ello suponga que el capital de estos bancos se vaya a destinar a resolver las necesidades acuciantes de la población. Los marxistas no apoyamos este tipo de "nacionalizaciones" capitalistas. Nuestro programa frente a la crisis se basa en la expropiación de la banca y de los monopolios, sin indemnización salvo en casos de necesidad comprobada, y controladas por los trabajadores y sus organizaciones. Sólo de esta manera, poniendo este capital privado a disposición de la mayoría de la sociedad, capital que no es más que la plusvalía expropiada a los trabajadores en el proceso de la producción, se podría acometer la planificación de la economía de una manera racional, aumentando exponencialmente el bienestar del conjunto de la humanidad y acabando con la lacra del desempleo y la orgía de destrucción de fuerzas productivas a la que estamos asistiendo. Obviamente este sería un paso colosal en la transformación socialista de la sociedad, poniendo punto y final a esta pesadilla que se llama capitalismo. Pero esta opción, lógicamente, no es la que contemplan los gobiernos capitalistas del planeta, sean del signo que sean.

Las medidas de Obama y las perspectivas para la crisis

Los paralelismos entre el New Deal y los planes anunciados por Obama para tratar de sacar a la economía estadounidense de su actual atolladero son evidentes. Las medidas para rescatar el sistema bancario, pasando por los "planes" de déficit público, hasta el "aumento" de los impuestos para los ricos, demuestran que el guión de la historia ha sido bien estudiado. Incluso hasta en los detalles hay similitudes, como prueba la demagogia empleada por Obama en sus discursos contra los "excesos" de los especuladores y los salarios "escandalosos" de los altos ejecutivos, o sus declaraciones y las del vicepresidente, Joe Biden, a favor de "sindicatos fuertes". En todas las medidas de la nueva administración norteamericana hay un aroma calculado a New Deal, buscando fabricar una nueva legitimidad del sistema y transformar el descontento de millones de trabajadores norteamericanos en un apoyo al capitalismo "de rostro humano".

El nuevo plan económico de Barack Obama, anunciado a bombo y platillo como la solución para evitar una catástrofe, supondrá la utilización de 789.000 millones de dólares (615.000 millones de euros) con los que pretende crear tres millones y medio de puestos de trabajo en dos años. En el camino hasta lograr la luz verde del senado, Obama ha tenido que recortar muchas de sus previsiones iniciales debido a las presiones de los republicanos: ha reducido 40.000 millones de dólares destinados a los Estados para el fomento de la educación y otros 6.000 millones más para la rehabilitación de escuelas públicas, entre otros. El plan, tal como ha sido aprobado, supondrá que el Estado dejará de percibir unos 219.000 millones de euros en deducciones fiscales con el fin de "animar" el consumo de las clases medias. El resto del paquete, 395.000 millones de euros, son nuevas inversiones en infraestructuras, pagos a la seguridad social de los Estados que están al borde de la quiebra, educación y ayudas al desempleo. A este plan se suma el anuncio de un presupuesto para este año, que disparará el déficit presupuestario hasta 1,7 billones de dólares (12,3% del PIB).

Ahora bien, ¿será suficiente este plan para sacar a la economía norteamericana del atolladero? El primer paquete de estímulo aplicado por la administración Bush, cerca de 700.000 millones de dólares, fracasó estrepitosamente. Esta nueva cantidad de dinero puede evaporarse también, sobre todo teniendo en cuenta que es una nadería en comparación con la gravedad de la crisis del sector financiero y el desplome de la producción. La Oficina Presupuestaria del Congreso ha previsto que a lo largo de los próximos tres años se producirá un desfase de 2,9 billones de dólares entre lo que la economía puede producir y lo que de hecho producirá. Y 800.000 millones de dólares, aunque parezca mucho dinero, no sirve ni mucho menos para salvar ese abismo. Como hemos señalado anteriormente, la intervención estatal no es suficiente para reactivar la economía capitalista que depende de la inversión productiva y de la venta de mercancías para obtener beneficios, paralizados en estos momentos por la lógica de la sobreproducción.

Además los peligros de esta estrategia son evidentes. Recurrir al déficit masivo puede colocar en riesgo de suspensión de pagos al conjunto de la economía capitalista norteamericana que, no olvidemos, arrastra ya un déficit fiscal y comercial histórico financiado gracias a los miles de millones de dólares que China y otros países asiáticos emplean en comprar bonos del tesoro y demás títulos de deuda pública.[10] La diferencia fundamental con la época de posguerra, en pleno ascenso de las fuerzas productivas, es que la crisis también afecta a China y a Japón de una manera contundente. Obama corre el riesgo de quedarse bloqueado a la hora de obtener fondos para financiar este déficit espectacular que va a dispararse en los próximos meses. Si el gobierno norteamericano intenta cubrirlo poniendo en circulación una gran masa monetaria, como ya están haciendo, provocarán una devaluación aún mayor del dólar. Este hecho tendrá sus efectos. Por un lado, retraerá a los inversores extranjeros en deuda pública, que no querrán comprar más bonos del tesoro devaluados. En segundo lugar azuzará las medidas proteccionistas y las devaluaciones competitivas de otros países, un fenómeno que ya se está extendiendo por todo el planeta y que trae a colación los peores fantasmas del crack de 1929.[11]

La volatilidad de la situación es extrema. El lunes 2 de marzo, cuatro días después de que el presidente Obama presentara sus nuevos presupuestos, las bolsas mundiales registraron una nueva jornada de pánico, tras el anuncio del gobierno estadounidense de una nueva inyección de otros 30.000 millones de dólares a la aseguradora AIG. Por primera vez desde el crack de 1997 el índice Dow Jones cayó por debajo de los 7.000 puntos.

La dinámica de depresión económica es difícil de determinar en sus detalles. Pero una cosa es clara: igual que ocurrió con el crack de 1929, sus consecuencias políticas serán profundas. La confianza en el capitalismo será cuestionada por millones de trabajadores y jóvenes que, a pesar del fuerte impacto que están sufriendo en estos momentos, se verán obligados a pasar a la acción con una fuerza desconocida en las últimas décadas. Las grandes movilizaciones de Italia, Francia y Grecia son sólo un anticipo de lo que está por venir. Las organizaciones obreras, tanto políticas como sindicales, serán sacudidas de arriba abajo y las oportunidades para transformar la sociedad en líneas socialistas se multiplicarán en decenas de países. En estas circunstancias, el programa del genuino marxismo se abrirá paso con fuerza, ganando un apoyo consciente entre millones de oprimidos de todo el mundo.

10 de marzo de 2009

NOTAS

1. Carlos Marx - Federico Engels, El Manifiesto Comunista, Fundación Federico Engels, p. 44.

2. IWW Trabajadores Industriales del Mundo (IWW o los Wobblies), sindicato revolucionario estadounidense, inspirado en la doctrina del sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo. AFL (American Federation of Labor), una de las primeras federaciones sindicales de EEUU. Fue fundada en Ohio en 1886 por que la dirigió hasta su muerte en 1924, basándose en un programa conservador y colaboracionista con las patronales y los diferentes gobiernos capitalistas de EEUU.

Si en 1919 se produjeron en torno a 3.600 huelgas que afectaron a más de 4 millones de trabajadores (casi el 21% de la fuera laboral norteamericana), diez años después las huelgas solo sumaron 900 y los trabajadores implicados fueron alrededor de 300.000, es decir, un 1,2% de la fuerza de trabajo.

3. León Trotsky, ¿Qué es el marxismo?, Fundación Federico Engels, Madrid 2003, p. 28.

4. V. I. Lenin, El imperialismo fase superior del capitalismo, Fundación Federico Engels, Madrid 2007, p. 37

5. Federico Engels, Anti Dühring, Editorial Grijalbo, OME, Barcelona 1977, p 289-90. El propio Engels contestó a aquellos "socialistas", como los socialdemócratas actuales, que veían en la intervención del Estado en la economía un signo de socialismo: "Recientemente, desde que Bismarck se dedicó también a estatizar, se ha producido un cierto falso socialismo -que ya en algunos casos ha degenerado en servicio al estado existente- para el cual toda estatalización, incluso la bismarckiana, es sin más socialista. La verdad es que si la estatalización del tabaco fuera socialista, Napoleón y Metternich deberían contarse entre los fundadores del socialismo..." (Ídem)

6. En 1933 y 1934 fueron a la huelga más de un millón de trabajadores de diferentes industrias, en defensa de los salarios, mejoras en los convenios colectivos y por el reconocimiento de las comisiones sindicales, de las cuales destacaron, por su combatividad y radicalización, la huelga de los Camioneros en Minneapolis, los estibadores de San Francisco y los del sector automotriz en la ciudad de Toledo. La primera de estas huelgas fue liderada por los trotskistas de la Liga Comunista, que organizaron un soviet en la ciudad de Minneapolis en el que participaron trabajadores de todos los sectores, encabezados por los camioneros y su sindicato local, y una auténtica milicia obrera que se enfrentó a miles de policías y esquiroles movilizados para acabar con la huelga. La segunda lucha fue dirigida por el PC. Los estibadores iniciaron la huelga para abolir el sistema de shape-up (una especie de mercados de esclavos donde por la mañana temprano se elegían grupos de trabajadores para el día), se enfrentaron a la represión armada de la policía en los muelles y la lucha se trasladó a toda la clase obrera de San Francisco que protagonizó una gran huelga general. Las tres huelgas mencionadas acabaron en grandes victorias.

En otoño de 1934 tuvo lugar la mayor de todas las huelgas, con 325.000 trabajadores textiles que abandonaron las fábricas y se organizaron en piquetes enfrentándose durante semanas a la represión policial y militar en numerosas ciudades. También fueron muy importantes las huelgas de brazos caídos, en realidad una manera de ocupar las fábricas e impedir la producción, como la de los trabajadores del caucho en Akron (Ohio) y la de la fábrica Fisher Body (General Motors) en Flint (Michigan) que se prolongó desde diciembre de 1936 hasta febrero de 1937. Para ver más en detalle el desarrollo de este periodo se puede consultar: Howard Zinn, La otra historia de los EEUU, Hiru, Hondarribia 1999; Farell Dobbs, Rebelión Teamster, Pathfinder, Canadá 2004.

7. En la Convención del Sindicato del Automóvil y en la de la AFL de 1935 (donde Lewis rompió para fundar el CIO), un sector de trabajadores propuso la formación de un Partido de Trabajadores nacional. Todos estos intentos expresaban un avance formidable en la conciencia política de amplios sectores de la clase obrera. En agosto de 1937 encuestas realizadas por Gallup mostraban que el 21% de los consultados apoyaban la formación de tal partido.

8. Por un lado el fuerte incremento de capital constante en proporción al capital variable hizo inevitable el aumento de la composición orgánica del capital. A pesar de todas las fuerzas contrarrestantes, la tasa de ganancia experimentó un descenso paulatino a partir del final de la década de los sesenta. Por otra parte, el aumento del precio de las materias primas industriales, especialmente del petróleo, fue un factor importante a la hora de encarecer los costes de producción. Éste hecho se enlazó a otros muchos. Uno de los más significativos fue el ascenso de la lucha de clases en el mundo colonial y también en los países capitalistas avanzados. Desde EEUU hasta Francia, donde la gran huelga revolucionaria de mayo de 1968 estuvo cerca de liquidar el capitalismo, o Italia, durante el otoño caliente de 1969. La larga lista de factores que influyeron no termina ahí. Los enormes déficits públicos, alimentados durante veinte años y que conformaban la espina dorsal de la doctrina keynesiana, actuaron como un lastre y dispararon la inflación. La sobreacumulación y las dificultades de colocación de los capitales calentó la burbuja especulativa. Un análisis brillante de todo este periodo se puede consultar en el primer volumen de las obras de Ted Grant, especialmente en la sección titulada: El auge económico de la posguerra. Orígenes, efectos y declive. Fundación Federico Engels, Madrid 2007.

9. La Organización Internacional del Trabajo pronosticó que 2009 puede acabar con 50 millones de desempleados más en todo el mundo, considerando un total de 230 millones de parados para este año.

10. La teoría de Keynes y sus seguidores a favor de estimular la demanda puede funcionar temporalmente, si las reservas públicas están saneadas y son abundantes o durante una época de auge de la economía, aunque sea a costa de un endeudamiento agónico del Estado. Tal como ocurrió en los años del New Deal, los resultados que se pueden obtener con estos métodos en una fase de depresión económica son muy modestos. Pero en la actualidad se parte de unas condiciones muy diferentes: EEUU tiene en estos momentos una deuda global superior al 50% del PIB. El déficit público es de 1,3 billones de dólares, cerca de un billón de euros, el mayor desde la Segunda Guerra Mundial, equivalente al 8,3% del producto interior bruto (PIB). En palabras del historiador estadounidense Paul Kennedy: "Estoy aterrado porque muy probablemente tendremos muy poco dinero para pagar los bonos del Tesoro que van a ser emitidos, en decenas de miles de millones cada mes, en los próximos años (...) Hoy, nuestra dependencia de los inversores extranjeros se aproximará más y más al estado de endeudamiento internacional que nosotros los historiadores asociamos con los reinados de Felipe II de España y Luis XIV de Francia" (El poder de EEUU está decayendo).

11. Los ejemplos de un nuevo proteccionismo proliferan por todas partes. Hace dos meses, Rusia decidió elevar del 5% al 30% el gravamen para los coches importados. También ha introducido aranceles a la carne de ave y de cerdo. India ha anunciado que durante los próximos seis meses prohibirá la importación de juguetes de China (la mitad de los que importa). El Gobierno chino antes elevó las deducciones de los impuestos a la exportación de sus juguetes en un 14% para ayudar a sus fabricantes nacionales. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, ha aclarado que las ayudas a las empresas de automóviles son para "ayudar a frenar la huida de empleo de Francia". Estados Unidos ha salido a apoyar a los gigantes del motor de Detroit, pero sólo para que salven sus plantas en el país. Para que el PIB de los países avanzados crezca al 3%, el comercio internacional debe hacerlo al 8% pero ahora la economía mundial apenas crece. Según la OMC, el comercio mundial caerá en 2009 por primera vez en 27 años, en torno a un 2%.

Fuente: El Militante

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