Hace cien años, el 28 de junio de 1914, dos disparos rompieron la tranquilidad de una soleada tarde en Sarajevo. Esos disparos resonaron por toda Europa y pusieron fin a la paz del mundo entero.
Suele decirse que la Primera Guerra Mundial se desencadenó tras el asesinato del príncipe heredero austriaco. Sin embargo, este acto podría catalogarse de accidente histórico, es decir, algo que podría o no haber ocurrido. ¿Acaso no habría estallado la guerra de haber fallado el disparo su asesino y haber sobrevivido Francisco Fernando?
Es cierto que los orígenes inmediatos de la guerra brotaron de las decisiones tomadas por los estadistas y generales tras el asesinato del Archiduque Francisco Fernando, perpetrado por el joven Gavrilo Princip. Pero las verdaderas causas de la guerra deben buscarse, no en el ámbito fortuito de los accidentes históricos sino en el terreno firme de la necesidad histórica, la cual, según Hegel, se expresa en accidentes de todo tipo.
En realidad, el asesinato de Francisco Fernando no fue la causa, sino sólo el catalizador del estallido de la gran matanza. Fue la chispa que encendió un barril de pólvora que se había ido preparando durante décadas antes de 1914. Reveló inmediatamente las fallas que se habían ido profundizando durante un largo período. Provocó una crisis diplomática que envolvió rápidamente a toda Europa. Fue un salto dialéctico, el punto crítico donde la cantidad se transforma en calidad.
La "cuestión del Este"
Para comprender las causas de la Primera Guerra Mundial, es necesario analizar los procesos que se desarrollaron a escala mundial durante las décadas anteriores a 1914: la evolución económica del capitalismo alemán y su relación con los Estados capitalistas consolidados de Gran Bretaña y Francia; la maraña de la diplomacia interimperialista en el mismo período; la lucha por las colonias, los mercados y las esferas de influencia; las ambiciones y tendencias expansionistas de la Rusia zarista; las guerras en los Balcanes y las contradicciones derivadas de la desintegración del Imperio Otomano, y muchos otros factores.
Un ingrediente tóxico en este cóctel explosivo fue la cuestión nacional en los Balcanes, que se intensificó con la cada vez más rápida decadencia del antiguo Imperio Otomano. Durante el siglo XIX, la "cuestión del Este" fue predominante para los grandes poderes de Europa. Bajo el pretexto del llamado "Paneslavismo", la Rusia zarista ansiaba el acceso a las cálidas aguas del Mediterráneo para su Armada. El apoyo brindado a los búlgaros y serbios contra el gobierno turco respondía meramente a su política exterior expansionista y cínica.
Por razones igualmente cínicas, Gran Bretaña deseaba bloquear a Rusia el acceso al Mediterráneo, ya que suponía una amenaza para la India británica en el Oriente. En el siglo XIX, apoyó la integridad del Imperio Otomano para contrarrestar el peso de Rusia. Pero, por si ya no era posible la integridad del Imperio, los caballeros de Londres se protegieron apoyando la expansión limitada de Grecia. Por su parte, Francia deseaba reforzar su posición en la región, en particular en el Oriente Medio (Líbano, Siria y Palestina).
Austria-Hungría mostraba las mismas señales de decrepitud senil que el Imperio Otomano. Estaba aterrorizada ante cualquier cambio en el orden internacional que pudiera desestabilizar el frágil equilibrio entre los múltiples grupos étnicos y lingüísticos que componían su imperio; la monarquía de los Habsburgo, representada por la persona esclerótica de Francisco José, deseaba fervientemente el mantenimiento del status quo. Entendía muy bien que el colapso del Imperio Otomano socavaría fatalmente el suyo.
En Viena, se temía que el auge del nacionalismo serbio tuviera un poderoso efecto sobre los serbo-bosnios, que estaban bajo control austríaco. Mientras tanto, el Imperio alemán tenía sus propios planes, que eran muy diferentes. Bajo la política conocida como "Drang nach Osten" ("empuje hacia el este"), pretendía convertir el Imperio Otomano en su estado cliente – una colonia de facto; y fue por este propósito sincero y totalmente filantrópico por lo que Berlín apoyó su integridad.
Las guerras balcánicas
El dominio turco, que había dominado los Balcanes durante siglos, se vio sacudido por los movimientos de liberación nacional griego, serbio y búlgaro en el siglo XIX. A principios del siglo XX, Bulgaria, Grecia, Montenegro y Serbia habían logrado la independencia del Imperio Otomano. Sin embargo, los Estados pequeños y débiles que se sucedieron inmediatamente se convirtieron en los peones de varias potencias extranjeras. En particular, la Rusia zarista pretendía extender sus tentáculos hacia los Balcanes, haciéndose pasar por la "defensora de los eslavos del sur contra la tiranía turca". Esta afirmación grandilocuente olvidaba convenientemente el pequeño detalle de que el régimen zarista ejercía una monstruosa tiranía sobre todos los pueblos de su propio imperio.
Antes de 1912, un gran número de personas de habla eslava permanecieron bajo dominio otomano, en particular en Tracia y en la zona conocida como Macedonia, que incluía no sólo a Skopje, sino también a Salónica (Thessaloniki). Hubo un agudo conflicto entre Bulgaria y Grecia por el control de la Macedonia otomana. Los griegos, que fueron víctimas de la persecución nacional bajo los turcos, se convirtieron en los opresores de los macedonios eslavos, obligados a experimentar los placeres de la forzada "Helenización". De la misma manera, los búlgaros llevaron a cabo una política de "Bulgarización" de los griegos. Búlgaros y griegos enviaron tropas irregulares a territorio otomano para proteger y ayudar a sus parientes étnicos. Desde 1904, las escarpadas montañas de Macedonia fueron el escenario de una guerra constante entre guerrilleros griegos y búlgaros y el ejército otomano.
En julio de 1908, el decaimiento prolongado del Estado Otomano condujo a un golpe de Estado conocido como la Revolución de los Jóvenes Turcos. Aprovechando los levantamientos en Constantinopla, Bulgaria se declaró reino independiente. Al mismo tiempo, Austria-Hungría aprovechó la oportunidad para anexarse Bosnia-Herzegovina, territorio que había ocupado desde 1878 pero que en teoría seguía siendo provincia otomana. Este movimiento, que frustró la expansión hacia el norte de Serbia, provocó furia en Belgrado, pero Serbia se vio obligada a aceptar la anexión con los dientes apretados. Bosnia se convirtió en una bomba de relojería que explotaría y sacudiría al mundo en junio de 1914.
Entretanto, los agentes de San Petersburgo no permanecieron inactivos. En la primavera de 1912, la diplomacia rusa alcanzó un gran éxito con el lanzamiento de la Liga Balcánica, una alianza formada por Serbia, Bulgaria, Grecia y Montenegro. Su objetivo específico era arrebatar Macedonia a Turquía. En la Primera Guerra Balcánica (1912), la Liga de los Balcanes ganó una victoria aplastante contra los ejércitos del Imperio Otomano, la victoria más importante fue la de Bulgaria, que derrotó a las fuerzas otomanas y avanzó hasta las afueras de Constantinopla (ahora Estambul), asediando Adrianópolis (Edirne). En Macedonia, el ejército serbio aplastó a los turcos en Kumanovo y capturó Bitola y, junto a los montenegrinos, entraron en Skopje. Mientras tanto, los griegos, ocuparon Salónica (Tesalónica) y avanzaron hasta Ioánnina. En Albania, los montenegrinos sitiaron Shkodër, y los serbios entraron en Durrës.
Una conferencia de paz se organizó en Londres, pero en enero de 1913 se reanudó la guerra. De nuevo, la Liga Balcánica derrotó a los otomanos: Ioánnina cayó en mano de los griegos y Adrianópolis en manos de los búlgaros. El 30 de mayo de 1913, se firmó un tratado de paz en Londres, por el cual el Imperio Otomano perdía casi la totalidad del territorio europeo que le quedada, incluida Macedonia y Albania. Las potencias europeas empujaron a Albania a independizarse, y Macedonia se dividió entre los aliados de los Balcanes.
La Segunda Guerra de los Balcanes fue una lucha sangrienta por la división de los despojos. Como perros peleando por un hueso, las voraces clases gobernantes de Serbia, Grecia y Rumania pelearon con Bulgaria sobre el territorio "liberado" de Macedonia. La formación de la Liga Balcánica no había eliminado las mortales rivalidades entre sus miembros, y la victoria sólo sirvió para exacerbarlas. En el documento original de la Liga, Serbia había prometido a Bulgaria la mayoría de Macedonia. Pero las camarillas gobernantes de Serbia y Grecia tenían un plan secreto para mantener la mayoría del territorio conquistado. Serbia y Grecia se aliaron contra Bulgaria en una guerra que estalló en junio de 1913.
Montenegro, Rumania y el Imperio Otomano se unieron en la lucha contra Bulgaria, que estaba en una posición de clara desventaja. Los serbios y los griegos tenían una considerable ventaja militar en vísperas de la guerra, porque sus ejércitos comparativamente se enfrentaron a unas débiles fuerzas otomanas en la Primera Guerra Balcánica y sufrieron relativamentepocas bajas, mientras que los búlgaros libraron el peor de los enfrentamientos en Tracia. Vencida y traicionada, Bulgaria perdió la mayoría del territorio que había conquistado con tanta sangre.
Grecia y Serbia se dividieron la mayor parte de Macedonia entre ellos, dejando a Bulgaria con sólo una parte insignificante de la región, Rumania se apoderó de Dobrudzha del sur y Bulgaria se vio obligada a ceder Salónica a Grecia. Más tarde, la amargura y el resentimiento contra Serbia por esta traición a Bulgaria desempeñó un papel fatal, cuando ésta se unió a las Potencias Centrales en un sangriento ataque contra Serbia.
Las guerras balcánicas fueron, en esencia y principalmente, entre la Rusia zarista y Austria-Hungría. Los rusos jugaron la carta del "Paneslavismo" como medio para expandir su influencia en los Balcanes a expensas del Imperio Otomano y del imperio austro-húngaro. Expandiéndose enormemente gracias a sus conquistas, la clase dirigente serbia pretendía nada menos que la completa dominación de los Balcanes bajo el disfraz de una unión de los pueblos eslavos del sur (Yugoslavia). Esto condujo inevitablemente a un conflicto abierto con el Imperio Austro-Húngaro, que se vio amenazado por las ambiciones serbias y rusas.
Estas guerras aparecen en la superficie como guerras de liberación nacional y de autodeterminación de los pueblos de los Balcanes. No fue nada de eso en realidad. Detrás de cada una de estas camarillas nacionales burguesas se dibujaba un "Gran Hermano" bajo la forma de uno u otro de las grandes potencias de Europa. Así como hoy, los imperialistas americanos se presentan constantemente como los defensores de una u otra nacionalidad oprimida o grupo (por ejemplo, los kurdos y chiítas de Iraq contra Saddam Hussein); o al igual que Hitler utilizó los Sudetes alemanes como un pretexto para invadir Checoslovaquia y se sirvió de los servicios sangrientos del nacionalismo ucraniano para esclavizar a Ucrania; Rusia, Alemania, Francia, Gran Bretaña y Austria-Hungría utilizaron a las naciones balcánicas como tablero para sus intrigas y maniobras.
El asesinato de Sarajevo
El asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo, en junio de 1914, parece tenerhasta ahora un carácter casi surrealista. El 4 de junio, aparecieron noticias en el periódico sobre la visita que el heredero al trono austríaco, el archiduque Francisco Fernando, y su esposa tenían planeado a Sarajevo, capital de Bosnia. El objetivo declarado era el deseo del príncipe de la corona de crear una impresión favorable en su primera visita a los súbditos bosnios de este territorio recientemente conquistado, y asistir a las maniobras del ejército previstas para celebrarse en las montañas cerca de Sarajevo.
Durante casi 500 años, Bosnia y Herzegovina fueron provincias del Imperio otomano, hasta que fueron ocupadas por las fuerzas Austro-Húngaras en 1878 y, más tarde, anexionadas en 1908. Fue un acto de estupidez extrema, que sólo podría habérsele ocurrido a una dinastía en estado senil, organizar una visita del príncipe heredero de una potencia ocupante para visitar Sarajevo. El 28 de junio era el día nacional de Serbia, el aniversario de la batalla de Kosovo de 1389, cuando los turcos derrotaron al Reino Serbio.
¿Quién en su sano juicio podría imaginar que los serbios de Bosnia rendirían tan agradecido homenaje a un miembro de la familia real que impidió la unión de todos los serbios en la Gran Serbia?. Para empeorar las cosas, la visita del archiduque a Sarajevo fue precedida de maniobras militares en las montañas al sur de la ciudad – cerca de la frontera con Serbia para más provocación. La simple idea, incluso, de una visita pública de los miembros de la familia real austríaca a un lugar como Sarajevo, un territorio hostil lleno de intrigas, conspiraciones terroristas y peligros de todo tipo, fue un acto cercano a la locura.
Muchas personas previeron el desastre. El Ministro serbio en Viena advirtió al ministro encargado de los Asuntos de Bosnia que los serbios podrían considerar la fecha y el lugar de la visita como un insulto deliberado. Advirtió que algunos jóvenes serbios participantes en las maniobras austríacas podrían aprovechar la oportunidad para disparar al Archiduque. Los políticos y funcionarios en Sarajevo instaron a que se anulara la visita. La policía advirtió que no se podía garantizar la seguridad del archiduque, especialmente teniendo en cuenta el largo trayecto que la pareja real tenía programado, a orillas del río Miljačka desde la estación de ferrocarriles hasta el Ayuntamiento.
"Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los vuelven locos." Siguiendo el viejo dicho griego, los austriacos ignoraron todas las advertencias. El 26 de junio, el príncipe heredero llegó a Sarajevo bajo los focos de la publicidad y se introdujo alegremente entre las multitudes, ignorando queun joven nacionalista bosnio, el estudiante Gavrilo Princip, que había decidido acabar con su vida, seguía sus movimientos.
Iba a ser supuestamente una brillante ocasión para glorificar a la clase dominante austríaca en Bosnia-Herzegovina. El Archiduque había estado preparando ansiosamente durante meses su entrada triunfal en la ciudad de Sarajevo, lucía un resplandeciente uniforme de general de caballería del ejército austro-húngaro, e iba acompañado de su esposa, la Duquesa Sofía de Hohenberg, que lucía un vestido blanco con cinto rojo, sosteniendo una sombrilla para refugiarse del sol. Desafortunadamente, no le ofreció ninguna protección contra las balas.
Gavrilo Princip pertenecía a un movimiento de jóvenes eslavos, conocido como Mlada Bosna (Joven Bosnia), de diferentes convicciones étnicas y religiosas que luchaba por el derrocamiento del dominio austro-húngaro. A Princip le movía un ardiente deseo de vengarse de los opresores austríacos en la causa por la liberación nacional serbia. Pero era algo más que un nacionalista serbio.
Como miembro de la Joven Bosnia, nacionalista bosnio, no sólo serbio, hijo de campesinos pobres serbo-bosnios, se decantó por las ideas anarquistas y la "propaganda por el hecho". Creía que era posible cambiar la sociedad asesinando a los dirigentes de la clase dirigente, una idea que compartió con los terroristas rusos de Narodnaya Volya (Voluntad del Pueblo). Dio su vida por esa idea.
El anuncio de la visita oficial de Francisco Fernando y de su esposa Sofía a Sarajevo se presentó para Gavrilo y sus compañeros como una oportunidad única. Mientras el Archiduque se entretenía asistiendo a ceremonias de bienvenida, un joven de 19 años, llamado Danilo Ilić, se reunía con seis posibles asesinos en un café de Sarajevo para delinear el plan: los asesinos iban a colocarse en cada uno de los tres puentes que cruzaban el río. Su mejor oportunidad de éxito vendría en estos cruces, desde donde podrían lanzar fácilmente una granada al coche de la pareja real.
Al mismo tiempo que entregaba las armas y granadas, Ilić advertía seriamente a los chicos que la policía podía haber descubierto el complot. Pero no era posible suspenderlo ya que era poco probable que se produjera de nuevouna oportunidad como ésta. Después, varios de los conspiradores visitaron la tumba de Bogdan Žerajić, un joven serbio que había sido martirizado años antes cuando había intentado (sin éxito) asesinar al emperador. Se dice que sus últimas palabras fueron "Dejo a Serbdom que me vengue”. [Serbdom era la idea nacionalista de la Gran Serbia constituida principalmente por los territorios de Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Kosovo y partes de Macedonia. NdT]
El domingo 28 de junio, la atmósfera se hizo aún más surrealista. Las medidas de seguridad casi parecían haberse calculado para ayudar a los asesinos. Con el fin de alentar al mayor número posible de espectadores para dar la bienvenida a la pareja real, el itinerario del recorrido se publicó en el periódico local, “The Bosnische Post”. Esto le permitió al grupo de jóvenes terroristas situarse en puntos estratégicos. Un hecho aún más increíble fue la orden del Archiduque de llevar el coche real descapotable y circular a un ritmo lento para que la gente pudiera ver cómodamente a sus ocupantes y poder tener una buena vista de los monumentos.
Sin embargo, el primer intento de asesinato fracasó al rebotar en el vehículo la bomba lanzada contra el automóvil real, hiriendo a algunos de los guardias. El Archiduque descendió tranquilamente del auto para hablar con los heridos, luego continuó su viaje. Su esposa sufrió una ligera herida en la cara. Su vestido blanco quedó salpicado de sangre. Un indignado Francisco Fernando reprendió al alcalde: “Vine aquí para hacer una visita y me lanzaron una bomba". La respuesta del alcalde no se conoce.
Eso debería haber puesto fin a la aventura. El coche real debía acelerar su carrera a lo largo del río hacia la estación de tren. Pero el destino tomó un giro inesperado. Más tarde ese día, en uno de esos extraños accidentes en los que la historia es tan rica, el conductor del coche hizo un giro equivocado y apareció inesperadamente dando marcha atrás por una calle muy estrecha que daba al café donde les estaba esperando el joven Princip. Sin apenas creer en la suerte que había tenido, se acercó al coche y disparó dos tiros a quemarropa a la pareja real. El primer disparo fue a parar al archiduque cerca de la vena yugular; la duquesa recibió el segundo disparo en el estómago. Todo terminó antes de que pudieran llamar a un médico o sacerdote.
Una enfurecida multitud intentó linchar a Princip, que fue rescatado por la policía. Trató de tragar una cápsula de cianuro, pero la vomitó. El juez austríaco que le tomó declaraciones casi inmediatamente después escribió: "el joven asesino, agotado por su derrota, fue incapaz de pronunciar una palabra. Era bajo, delgado en extremo, cetrino y de rasgos afilados. Es difícil imaginar que un hombre tan frágil haya podido cometer un acto tan grave".
Gavrilo fue juzgado por un tribunal austríaco y, obviamente, declarado culpable. “Insinuar que alguien más instigó al asesinato se aleja de la verdad. La idea ha madurado en nuestras cabezas y la hemos ejecutado nosotros mismos. Hemos amado al pueblo. No tengo nada que decir en mi defensa”, declaró al tribunal.
Al no haber cumplido todavía los 20 años cuando perpetró el atentado, Gavrilo Princip no podía ser condenado a muerte, según las leyes en vigor en Austria-Hungría. Fue ejecutado en vida de otra manera. En la cárcel de Terezin – actualmente en la República Checa – fue condenado a confinamiento en solitario y fue llevado a cabo en las condiciones más duras, sin acceso a libros o materiales para escribir. Contrajo tuberculosis debido a las terribles condiciones de la prisión, que le consumió los huesos hasta el punto de que tuvieron que amputarle el brazo derecho. Murió en mayo de 1918, su cuerpo quedó reducido al de un esqueleto. En la pared de su celda había dejado escrito: "nuestros fantasmas caminarán por Viena y deambularán por el Palacio, asustando a los Señores”.
Las repercusiones del asesinato
Las noticias del asesinato provocaron una ola de consternación e ira. En Sarajevo y otras ciudades bosnias, muchedumbres pro-austriacas atacaron a los serbios que se encontraban a su paso, rompiendo los escaparates de las tiendas y empresas serbias y asaltando las casas de la gente y arrojando muebles a la calle. El pogromo anti-serbio acabó con varias muertes y el Estado se vengó brutalmente arrestando a cientos de serbios, con o sin relación con el nacionalismo. Muchos fueron ejecutados.
Todo esto jugó a favor del bloque pro-guerra de Viena, que por un tiempo había estado agitando contra los serbios. Ahora tenían la excusa ideal. Los jefes de gobierno se reunieron en una sesión de emergencia en la que Berchtold, el ministro de exteriores austriaco y Conrad, el Jefe del Estado Mayor, debatieron las posibles acciones. Éste último instó a la acción militar inmediata contra Serbia, algo que el Estado Mayor austriaco ya había estado planeando.
Austria culpó directamente al gobierno de Belgrado por el asesinato. De hecho, la dirección militar serbia, encabezada por su jefe de inteligencia, Dragutin Dimitrijevic, el fundador de la organización terrorista Mano Negra, había estado entrenando a gente en las artes negras del terrorismo, manipulando a jóvenes idealistas como Gavrilo Princip para llevar a cabo sus siniestros objetivos. El terrorismo es normalmente el arma de los débiles contra los fuertes, y Serbia lo usaba como un apoyo en sus maniobras diplomáticas y militares. En esta ocasión, sin embargo, el instrumento del terrorismo funcionó demasiado bien. El asesinato de Sarajevo le dio a Austria la excusa perfecta para atacar a Serbia, y Belgrado se puso en alerta.
Por razones que parecen incomprensibles, Serbia no tomó ninguna acción para investigar los sucesos de Sarajevo, lo cual podría haberle dado al gobierno de Belgrado fundamentos para negar la complicidad con el asesinato de grupos radicados en Serbia. Esta sorprendente omisión le dio a Austria vía libre para presentar su propia versión de los sucesos. ¿Fue esto el resultado de divisiones en el seno del régimen, o de una simple parálisis? ¿O se debía esta singular inercia al miedo de que una investigación pudiese desvelar hechos que hubiesen avergonzado al gobierno serbio? De cualquier manera, incitó la acción violenta de Viena.
Sin embargo, una ofensiva de Austria contra Serbia no era aún inevitable. Tal era el estado de decadencia y desmoralización del régimen austrohúngaro que las autoridades de Viena empezaron inmediatamente a titubear. El primer ministro húngaro, el conde Tisza, advirtió a Berchtold de los peligros que entrañaría una aventura militar. El propio viejo emperador previno de la amenaza de una intervención rusa a favor de Serbia y expresó dudas sobre el apoyo de Alemania. Antes de actuar, era necesario asegurar la posición del aliado de Austria, Alemania. El protagonismo de la escena pasa rápidamente, de esta manera, de Viena a Berlín.
El conde Hoyos, un funcionario del ministro de exteriores austriaco, fue enviado a Berlín a tantear el terreno. El ejército alemán, fervientemente, respaldó pronto una acción agresiva de Austria mientras Rusia estuviese desprevenida. En el verano de 1914 los círculos dirigentes de Alemania parecían dispuestos a arriesgarse en una guerra a gran escala a favor de su alianza con el decrépito imperio Austrohúngaro. Cuando éste decidió tomar acciones contra Serbia por el atentado de Sarajevo, el Káiser se puso firmemente del lado de Viena. La belicosidad de Guillermo se impuso. Pidió a los austriacos que le diesen una lección a Serbia para que aprendieran a tenerles miedo. Su nota escrita sobre el tema dice lo siguiente: “Ahora o nunca… los asuntos con Serbia se deben aclarar cuanto antes”. Puesto que el monarca, junto con sus generales, decidía todas las cuestiones importantes, esto representaba una orden directa. Sus ministros aceptaron la exigencia con un resignado silencio y los fatales acontecimientos se empezaron a desencadenar.
El gobierno de Berlín ofrecía apoyo incondicional a los austriacos, a pesar del riesgo de guerra con Rusia. Era una jugada peligrosa. Guillermo y sus generales calculaban que Francia y sobre todo Gran Bretaña podrían negarse a defender a Rusia. Incluso lo vieron como un modo de romper la Entente. Creían que uniría a la nación tras el gobierno y así frenaría el imparable avance de la socialdemocracia. Además, los generales querían asestar el golpe a Rusia antes de que terminase de recomponer sus fuerzas militares llevando a cabo una serie de reformas tras la humillante derrota frente a Japón en 1905.
El 5 de julio, el Káiser de Alemania ofreció a Austria lo que equivalía a un “cheque en blanco”, aconsejándole que no se demorase en tomar las acciones que creyese necesarias. Con esto en mente, Conrad instó a que se movilizase el ejército para la guerra. Sin embargo, el viejo zorro Francisco José, con su habitual cautela y temor a la desintegración del imperio, se negó. Un obstáculo igualmente grave para los partidarios de la guerra en Viena era la oposición del dirigente húngaro, Tisza, a quien tardaron dos semanas en convencer.
En una carta al Káiser, el emperador austriaco afirmaba que el objetivo era “aislar y poner de rodillas” a Serbia (dando pedazos de su territorio a otros países balcánicos, un llamado “ajuste territorial”), reduciendo así hasta la insignificancia la influencia serbia en los Balcanes. Mientras tanto, el gobierno austriaco había abierto una investigación que señalaba que la trama se había planeado en Belgrado y que implicaba al secretario de uno de los ministros serbios, así como a oficiales del ejército serbio. Aunque uno aceptara estas acusaciones como válidas, no existe evidencia de que el gobierno serbio en sí estuviese involucrado en el atentado.
Bethmann-Hollweg, el canciller alemán, aseguró que Austria “puede estar segura que su majestad (el Káiser), de acuerdo con los compromisos de los tratados y con una vieja amistad, estará del lado de Austria”. Por lo tanto, no quedaba duda de que el gobierno alemán respaldaba el “cheque en blanco” del Káiser del 5 de julio. Austria tenía rienda suelta para hacer lo que el gobierno de Viena quisiese. Envalentonado por estas promesas, Berchtold esperaba que la crisis pudiese reducirse a una guerra regional sólo contra Serbia.
Parece ser que la gente de Berlín compartía estas ilusiones. Una pista de cuán alejado estaba Guillermo de la realidad era que en una situación tan difícil y peligrosa, en la que Alemania y el resto de Europa se tambaleaban hacia el abismo como un borracho, el Káiser abandonaba Alemania para irse de vacaciones a Escandinavia. Su suprema seguridad en sí mismo le llevó a creer que ni Francia ni Rusia tomarían acciones sobre el asunto serbio. El 7 de julio, el primer ministro serbio desmintió cualquier conocimiento previo de la trama. Pero ya era demasiado tarde para este tipo de negaciones. La maquinaria de guerra ya se había puesto en marcha.
El ultimátum de Austria
En una reunión del consejo de ministros de Austria todos, a excepción de uno, estuvieron a favor de la acción militar. Temeroso de la intervención rusa, Tisza de nuevo pidió cautela. Por otra parte, el ministro de exteriores de Austria, Berchtold, exigió que cualquier iniciativa diplomática debía “sólo conducir a la guerra”. Concluyó que “una guerra con Rusia sería la consecuencia más probable de que intervengamos en Serbia”. Para cerrar la discusión, el conde Hoyos, que acababa de volver de Berlín, repitió la promesa alemana de apoyo incondicional.
Finalmente, se acordó presentar un ultimátum a Serbia, formulado de tal manera que fuese rechazado, sentando así las bases para la guerra. Se presentó una pequeña complicación cuando el consejero legal austriaco informó el 13 de julio que la investigación sobre el atentado de Sarajevo no reveló ninguna complicidad por parte del gobierno serbio en la trama. A pesar de esta inconveniencia, las esferas de poder de Viena hicieron oídos sordos y redoblaron sus planes de atacar a Serbia.
El conde Tisza confirmó al embajador alemán que la nota de Austria a Serbia “se formulará de tal manera que su acatamiento será prácticamente imposible”. La gente de Viena estaba segura de que se rechazaría el ultimátum, pero, por si acaso, mandaron instrucciones al embajador austriaco en Belgrado de que cualquier respuesta de los serbios debía repudiarse. Al mismo tiempo, las movilizaciones del ejército austriaco se pusieron en marcha en secreto.
El ultimátum se envió al embajador austriaco en Belgrado el 20 de julio para ser presentado al gobierno serbio tres días más tarde. El pequeño retraso se debía a la presencia de una delegación francesa en San Petersburgo, a través de la cual el presidente francés Poincaré presentó una dura advertencia al embajador austriaco diciendo que “el pueblo ruso es íntimo amigo de los serbios, y Francia es aliado de Rusia”. La delegación francesa en San Petersburgo solemnemente reafirmó sus obligaciones en el marco de la alianza franco-rusa.
Pero en este momento la situación no podía solucionarse con maniobras diplomáticas y cartas. A las 18 horas del 23 de julio el ultimátum austriaco fue entregado al gobierno serbio. El preámbulo hablaba de la complicidad de Serbia, evitando frenar las actividades anti-austriacas de sociedades secretas y la propaganda de prensa provocadora, una “tolerancia culpable” que representaba una “permanente amenaza” a la paz de Austria. Las exigencias del ultimátum, concretamente las cláusulas 5 y 6, representaban nada más y nada menos que una total renuncia a la soberanía por parte de Serbia y de sumisión ante Austria. Un periódico francés dijo que se exigía que Serbia “aceptase su vasallaje”.
Todo esto no era más que un disfraz diplomático para la guerra. Berchtold observó: “Cualquier acatamiento condicional [del ultimátum], o uno acompañado con reservas, debe ser considerado un rechazo”. Al ser informado del tono del ultimátum austriaco, Sazonov, el ministro de exteriores ruso declaró: “Esto es una guerra europea”. Tratando de ganar tiempo, el consejo de ministros ruso pidió a Austria que prolongase la fecha límite del ultimátum y que no comenzase las hostilidades. San Petersburgo le aconsejó a Serbia que no se opusiese a una invasión austriaca. A mismo tiempo, el consejo pidió al Zar que autorizase la movilización parcial, esto es, una acotada a la frontera austriaca.
La movilización parcial fue aprobada “en principio” por el Zar, aunque no se debía de llevar a cabo hasta agosto. Tales titubeos fueron opuestos por el Estado Mayor ruso, que como los estados mayores de todas las potencias, se posicionó a favor de una política más agresiva. El cuartel general planeó una movilización general dirigida tanto contra Austria como contra Alemania. El embajador francés es San Petersburgo instó a Sazonov a llevar una “política de firmeza”.
Los acontecimientos se desencadenaban a toda velocidad. La respuesta serbia fue rechazada por Austria, que también ignoró la propuesta rusa de extender el límite por 48 horas. Serbia ordenó la movilización general y reclamó a la ayuda del Zar apelando a su “generoso corazón eslavo”. Pero ni la generosidad del Zar ni la solidaridad eslava, ni el corazón de Nicolás, tenían nada que ver con las maquinaciones de San Petersburgo, dictadas por los intereses personales y cínicos de las grandes potencias.
Una vez más, el consejo de ministros se reunió en agosto en presencia del Zar. El único punto en la agenda: la movilización parcial para ejercer presión diplomática sobre Viena y Berlín, o la movilización general contra Alemania y Austria, que significaría la guerra. Una vez más, los jefes del ejército presionaron a favor de la movilización total, y de nuevo el consejo optó por una alternativa menos peligrosa.
La conducta vacilante e indecisa de San Petersburgo fue seguida con satisfacción desde Berlín. El Káiser y sus generales dedujeron lo obvio: Rusia no estaba preparada para luchar. Esto les convenció más aún de lo correcto de su línea dura contra los serbios. Al recibir el memorando enviado por el embajador alemán en Rusia describiendo la posición de Sazonov de que si Austria “engullese” a Serbia, Rusia tendría que declararle la guerra a Austria, el Káiser exclamó: “¡Adelante! Que lo haga…”
Pero Rusia ahora estaba entrando bajo fuertes presiones para actuar, no tanto por su preocupación filantrópica por sus hermanos eslavos, sino para salvaguardar su prestigio como Gran Potencia, y para atacar a Alemania antes de que la misma Alemania actuara contra Rusia. En cualquier caso, pocas personas creían que cualquier avance hacia la movilización, incluso parcial, fuese a ser visto en Austria y Alemania como un “paso seguro hacia la guerra”.
Ya no se trataba de otra guerra más de los Balcanes. Los franceses empezaron a preparar sus ejércitos en secreto, por ejemplo trayendo tropas de las colonias. Sólo una de las grandes potencias europeas tenía aún que posicionarse. A menos de un día antes del vencimiento del ultimátum, el ministro de exteriores británico, Sir Edward Grey, pidió al embajador alemán que aceptase la mediación de Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia y que extendiese la fecha límite establecida por Austria. En una dura entrevista con Sir Edward en Londres, el embajador francés trató de sacar al ministro de exteriores británico de su aparente complacencia y de que sería demasiado tarde para la mediación una vez que Austria se moviese contra Serbia.
La pasividad de Londres no era más que una máscara en sus fríos cálculos egoístas determinados por la política exterior de Gran Bretaña. Mientras Grey aseguraba al parlamento británico que el país no estaba vinculado al acuerdo franco-ruso, en conversaciones privadas el “establishment” político británico afirmaba que sería imposible que Gran Bretaña se mantuviese fuera de la inminente guerra. Sir Eyre Crowe, un alto funcionario del ministerio de exteriores comentó: “Nuestros intereses están atados a los de Francia y Rusia en esta contienda, que no es contra la anexión de Serbia, sino que gira alrededor del deseo de Alemania de establecer una dictadura política en Europa y la determinación de las potencias que desean mantener su libertad individual”.
Huelga decir que todo esto no tenía nada que ver con la “libertad individual” ni con el derecho a la autodeterminación de Serbia, Bélgica, o de cualquier otro país. Enfrentarse a Francia y a Rusia era impensable, porque el imperio británico necesitaba su colaboración para mantener el control sobre la India y las posesiones coloniales en África. Incluso más seria aún era la amenaza mortal de que Alemania controlase los puertos del Canal de la Mancha.
El embajador alemán aseguró a Sir Edward Grey que su gobierno no tenía conocimiento previo del ultimátum austriaco, lo cual obviamente era una mentira descarada. Grey respondió que “entre Serbia y Austria no me veo autorizado a intervenir, pero tan pronto como el asunto pase a ser entre Austria y Rusia se tratará de una cuestión de la paz en Europa y ahí todos tenemos que mover ficha”.
Todo estaba dispuesto. Los actores individuales en el drama histórico salieron al escenario, actuaron en su papel, grande o pequeño, y desaparecieron para siempre. El papel del individuo, por supuesto, no puede eliminarse de la compleja interacción de factores históricos. Por sus acciones e inacciones las poderosas corrientes de la historia pueden ser aceleradas o deceleradas. Pero en última instancia, son estas fuerzas invisibles e irresistibles las que determinan el resultado final, barriendo todo lo que se pone a su paso.
Por unas semanas el nombre de Gavrilo Princip ocupó los titulares de la prensa del mundo. Pero incluso si su revólver se hubiese atascado, incluso si su mano hubiese titubeado en el momento decisivo, incluso si nunca hubiese nacido, el terrible cataclismo que más tarde se conocería como la Gran Guerra se hubiese desatado de todas formas. Con otra excusa, con otros nombres y otros titulares, las insoportables contradicciones entre las grandes potencias imperialistas de Europa se hubiesen expresado en una gran carnicería.
A lo largo de la historia todos los períodos han compartido la ilusión de que la historia está determinada por las decisiones conscientes de reyes, Jefes de Estado y generales. No hace falta decir que tales decisiones siempre jugaron un papel a la hora de determinar los acontecimientos. Ahora bien, ocurre frecuentemente que los resultados son muy distintos de las intenciones iniciales y que están en contradicción directa con éstos.
Cada uno de los protagonistas del drama de 1914 erró en sus cálculos. La acción valiente pero ingenua de Gavrilo Princip no dio lugar a la liberación de los eslavos del sur sino a la masacre de la guerra mundial. Sus enemigos mortales de la dinastía Habsburgo quisieron salvar al imperio a través de una guerra con Serbia, llevándolo sin embargo a su total destrucción. Su aliado el Káiser Guillermo, quien se presentaba como el hombre más poderoso de Europa fue barrido como un muñeco por la Revolución Alemana.
En 1914, su primo el Zar Nicolás pretendía evitar la repetición de 1905 yendo a la guerra, sólo para sentar las bases de la, incluso, más poderosa revolución proletaria de octubre de 1917. De este modo, a través de todas las complejas corrientes cruzadas de los acontecimientos, el ascenso y la caída de los dirigentes, partidos y gobiernos individuales, las leyes de la dialéctica se afirman con férrea inevitabilidad. Hace mucho tiempo Heráclito, el gran pensador dialéctico, dijo: “la guerra es el padre y el rey de todo, y ha hecho a algunos dioses y a otros hombres, y ha hecho a algunos esclavos y a otros libres”. Estas palabras son profundamente ciertas, y deberíamos recordar que la lucha de clases es en cierto modo un tipo de guerra.
El mismo Heráclito descubrió la maravillosa ley dialéctica que dice que tarde o temprano las cosas se convierten en su opuesto. La gran carnicería al final dio lugar a la mayor revolución de la historia. De la barbarie, la muerte, el fuego y la destrucción, bajo la superficie de la sociedad, en las trincheras y las fábricas, en los campos y ciudades, en las chozas de los campesinos y los barracones de los soldados, un nuevo espíritu se batía por nacer: el espíritu de la revuelta contra el orden existente, el espíritu de la determinación por hacer tales horrores cosa del pasado, de elevar a la humanidad por encima de la lucha animal por la supervivencia, y de crear un mundo digno en el que los seres humanos puedan vivir.
27 de junio de 2014