El rescate de los 33 mineros de San José de Copiapó ha adquirido el carácter de una epopeya. Y no es para menos tras permanecer atrapados 69 días –17 de ellos incomunicados– a casi 700 metros en las profundidades oscuras de las entrañas de la tierra. Cientos de millones de personas en todo el mundo pudieron verlo en directo, emocionadas, a través de la televisión e Internet.
“Hay un asunto en la tierra
más importante que Dios.
Y es que nadie escupa sangre
pa que otro viva mejor”.(De Preguntitas sobre Dios. Atahualpa Yupanqui)
El rescate de los 33 mineros de San José de Copiapó ha adquirido el carácter de una epopeya. Y no es para menos tras permanecer atrapados 69 días –17 de ellos incomunicados– a casi 700 metros en las profundidades oscuras de las entrañas de la tierra. Cientos de millones de personas en todo el mundo pudieron verlo en directo, emocionadas, a través de la televisión e Internet.
Es justo, por lo tanto, que este suceso consiguiera una relevancia universal. Incluso, no faltaron quienes extendieron más allá el alcance de este acontecimiento, con referencias apasionadas a la intervención de Dios en esta historia; claro está, sólo después de que todo terminara de manera feliz.
La responsabilidad patronal y el cinismo de los políticos burgueses
Pese al manoseo agotador de los medios de comunicación burgueses, que trataron de convertir este acontecimiento épico en un asunto de chismes y frivolidades, y en un negocio para la compra-venta de relatos exclusivos, no pudo ocultarse lo esencial: la responsabilidad patronal en el accidente producto de las malísimas condiciones de seguridad y de trabajo causadas por la escasa inversión, con la complicidad de funcionarios del gobierno. Como dice Don Atahualpa en la canción que nos sirve de Prólogo: “¡Color de sangre minera tiene el oro del patrón!” (Íbid.).
Y qué decir de la presencia obscena de Piñera y de otros miembros de su gabinete en las escenas del rescate. Casi todos ellos son pinochetistas confesos y convencidos; y además son representantes e integrantes de la clase capitalista, de los grandes empresarios – incluidos los empresarios mineros – que lucran con la explotación obrera y los cientos de muertos anuales a causa de los llamados accidentes laborales, como el ocurrido en la mina de Copiapó.
Pero el objeto de nuestro artículo no es tratar los aspectos mencionados en los párrafos anteriores, que han sido desarrollados magníficamente en cientos de trabajos y contribuciones. Queremos exponer algunas reflexiones que nos genera el griterío aturdidor que se ha abalanzado sobre esta historia en relación a la intervención divina, la patria y la unidad nacional; como usualmente sucede en todos los países en situaciones similares a ésta.
¿Unidad nacional? Sólo se accidenta la clase obrera para rendir ganancias a los patrones
Lo cierto es que por mucho que se hable de la patria y de la unidad nacional – sea en Chile, en Argentina o en la China – solamente la clase obrera de cada país está expuesta a este tipo de sucesos y calamidades. Sus condiciones laborales específicas, la concentración de decenas y centenas de trabajadores en un espacio común y acotado para desarrollar una labor productiva, son las que abonan este tipo de situaciones. A esto debemos añadir que el trabajo de los obreros, bajo el capitalismo, tiene como único fin generar ganancias para los dueños de las empresas. De ahí que éstos traten de economizar todo tipo de gastos para maximizar sus ganancias, y en esa economía de gastos incluyen también las referidas a las medidas de seguridad e higiene para los trabajadores.
En suma, como es evidente a primera vista: los llamados accidentes laborales son una consecuencia directa de las relaciones sociales de producción obrero-capitalista, relaciones entre explotadores y explotados; sólo afectan a los trabajadores asalariados y tienen su fundamento último en las ganancias empresariales; es decir, en la propiedad privada de los medios de producción: fábricas, minas y extracción, transporte, explotaciones agropecuarias, etc. Sólo los trabajadores pueden morir en las minas o en los accidentes de la Construcción; y sólo trabajadores pueden morir abrasados en incendios en los talleres textiles clandestinos de Buenos Aires, más específicamente trabajadores de origen boliviano, como aconteció más de una vez en estos años.
Esta verdad elemental, que los medios de comunicación burgueses tratan de velar a toda costa, muestra a las claras la esencia del sistema capitalista en el que vivimos.
La apelación a la llamada “unidad nacional”, cuando suceden casos como éstos, es un engaño consciente de los patrones y sus lacayos políticos que tiene como fin tapar la responsabilidad que les cabe a todos ellos por los accidentes laborales y borrar las diferencias de clase de la conciencia de los trabajadores.
No es completamente cierto que el accidente de Copiapó fuera causado por la negligencia de un empresario codicioso, como si existieran empresarios buenos y malos. La historia ha demostrado suficientemente que todo paso adelante en la mejora de las condiciones laborales y de seguridad de los trabajadores ha sido arrancado con lucha y con sangre; como fue ahora el caso. No es casualidad que sólo unas semanas más tarde de este accidente el gobierno chileno decretara la clausura de 18 explotaciones mineras ilegales en la misma zona, y anunciara cambios en la legislación minera.
¿Dios? Por la mina no pasó tan importante Señor
Como dice la famosa canción, ya mencionada, de Yupanqui: “Por su casa no ha pasado tan importante señor” (Íbid.). El salvamento de los mineros no debe nada a Dios ni al amo de la mina, que se mostraron ausentes, antes y después del derrumbe. La propia Iglesia no estaba muy segura al principio de la presencia de tan importante señor en San José de Copiapó ya que no se atrevió a hacer ninguna misa en ese lugar en los días y semanas posteriores al derrumbe. Temía, con razón que, si los mineros morían en el socavón, la imagen de un Dios inoperante encontraría un eco entre los obreros y con ello podría extenderse el escepticismo religioso. Por eso esperaron hasta ver salir vivo al último minero para organizar una misa junto a la mina y así “agradecer a Dios” sus desvelos para que todo terminara bien.
Pero todas las preces de los curas y de los gobernantes no podrán ocultar que fue el poderoso instinto de supervivencia de los mineros atrapados, su sentimiento profundo de solidaridad y cooperación, y el trabajo y el conocimiento humanos, dentro y fuera de la mina, lo que hizo posible la supervivencia de los mineros y su rescate.
Los trabajadores mostraron su auténtica naturaleza
33 hombres aislados y atrapados, sin ayuda de nadie, no tienen más opción que cooperar y cuidarse los unos a los otros para no perecer. Es en estas situaciones cuando el ser humano muestra su auténtica naturaleza. Esta naturaleza humana nada tiene que ver con la competencia, el individualismo ni el “aplastar al otro”, marca registrada de la mentalidad enferma del capitalismo y de sus aduladores.
Abajo, en la mina, el fuerte ayudó al débil, el alegre hizo brotar la sonrisa del triste; y los más decididos se sintieron reconfortados por el ánimo recobrado de los pesimistas. La habituación de los mineros al trabajo en equipo y su adiestramiento en la disciplina de una labor muy dura, facilitó su organización y que cada uno se hiciera cargo de sus tareas y aceptara voluntariamente las limitaciones de la vida en la mina en condiciones extremas, como fue resistir más de dos semanas comiendo una cucharada de atún cada 48 horas.
Arriba, fue el sentimiento profundo de hermandad proletaria y de solidaridad humana el resorte vital que movió a decenas de trabajadores mineros a no cejar en la búsqueda de sus compañeros.
El mismo ser que fue capaz de poner un hombre en la Luna demostró igualmente su capacidad para descender hasta el infierno en las profundidades terrenales.
Una vez conseguido el contacto con los mineros atrapados, y de asegurar su supervivencia durante semanas con ayuda material y con el sostén anímico de sus compañeros y familiares, entró en escena todo el bagaje del conocimiento acumulado y la cooperación internacional que permitieron diseñar y construir los artefactos que hicieron posible sacar vivos a los mineros atrapados.
La única función que tienen las referencias a Dios en esta historia –en la boca de Piñera, de los curas y de los medios de comunicación burgueses– es la de empequeñecer al ser humano y a los trabajadores en particular, para que sigan sintiéndose chiquitos, insignificantes, desvalidos, y necesitados de un padre y, ¡cómo no!, de un patrón. ¿Acaso tiene importancia en esta historia mencionar que fue un super taladro el que horadó la dura roca hasta encontrar a los 33 mineros? ¿O la cápsula diseñada con ayuda de técnicos de la NASA que trajo hasta la superficie a los mineros, uno a uno? ¿Y los más de 100 técnicos y personal de rescate, no tuvieron algo que ver? ¿Y el hospital de campaña que se montó para atender a los mineros rescatados? Todo ello fue fruto del esfuerzo, del ingenio y del trabajo humanos.
Liberar a la humanidad del capitalismo
La gran lección de esta epopeya minera es la gran capacidad adquirida por el ser humano para intentar superar sus limitaciones físicas, no para satisfacer necesidades individuales o egoístas; sino para dar rienda suelta a sus sentimientos más auténticos: el amor al prójimo, la cooperación, la fraternidad. Sentimientos que, en absoluto, son atributos religiosos, sino fieramente humanos, para utilizar la expresión del gran poeta vasco Blas de Otero.
Dejemos que los cínicos, los moralistas y los “obreristas” se lamenten por la religiosidad expresada por algunos de los mineros, o porque varios de ellos se hayan sumado al reality-show de la TV. La clase obrera no necesita ser idealizada ni adulada.
No importa lo que cada trabajador individual haga, piense o crea de la realidad que lo rodea; sino de lo que la clase trabajadora representa realmente y del papel que históricamente está llamada a desempeñar, como lo demostró muchas veces en los más de 150 años de explotación capitalista.
El ser humano anida dentro de sí mismo posibilidades infinitas, a través de la fuerza de su acción colectiva, y de la colaboración y de la fraternidad que desde los tiempos más remotos lo acompañaron y lo hicieron emerger como especie.
El proletariado, la clase obrera, expresa de manera más sublime que ninguna otra clase actual, y como ninguna otra clase oprimida lo expresó jamás en la historia, las mejores cualidades y sentimientos del ser humano, a causa justamente de no ser una clase poseedora y de portar el estandarte de la sociedad futura, la sociedad socialista.
Una vez liberado del grillete del capitalismo, de este espantoso sistema de explotación, opresión y violencia que genera las peores aberraciones contra sí mismo, el ser humano avanzará con botas de siete leguas, libre de dioses y de amos, de oscurantismo religioso y de patrones; para alcanzar su estatura verdadera; sobre la cual, a través de las generaciones, nuevas cimas se elevarán.
Fuente: El Militante (Argentina)