Si algún compositor merece el nombre de revolucionario ése es Beethoven. Él llevó a cabo lo que probablemente fue la revolución más grande de la música moderna y cambió la manera en que la música se componía y apreciaba. La suya es música que no calma, sino que conmociona y perturba. Alan Woods describe cómo el mundo en el que nació Beethoven era un mundo agitado, un mundo en transición, un mundo de guerras, revolución y contrarrevolución: un mundo como nuestro propio mundo.
[Traducción: Angel García, abril 2010.]
“Beethoven es amigo y contemporáneo de la Revolución Francesa, y continuó fiel a ella incluso cuando, durante la dictadura Jacobina, los humanitarios de nervios débiles del tipo de Schiller le dieron la espalda prefiriendo destruir tiranos en el escenario teatral con la ayuda de espadas de cartón. Beethoven, ese genio plebeyo, quien orgulloso despreció a emperadores, príncipes y magnates –éste es el Beethoven que nosotros amamos: por su optimismo inquebrantable, su tristeza viril, por la inspirada pasión de su lucha y por su voluntad de hierro que le permitió agarrar al destino por la garganta–.”
Ígor Stravinski
Si algún compositor merece el nombre de revolucionario ése es Beethoven. La palabra revolución deriva históricamente de los descubrimientos de Copérnico, quien estableció que la tierra gira alrededor del sol, transformando así la manera en que vemos el universo y nuestro lugar en él. De forma semejante, Beethoven llevó a cabo lo que fue, probablemente, la revolución más grande de la música moderna. Su producción fue extensa –incluye nueve sinfonías, cinco conciertos de piano y otros para el violín, cuartetos para cuerdas, sonatas para piano, canciones y una ópera–. Cambió la manera en que la música era compuesta y apreciada. Hasta el final, nunca dejó de empujar la música hasta sus límites.
Después de Beethoven era imposible volver a los viejos tiempos en que la música era considerada como un somnífero para los patrocinadores ricos, los cuales podían dormitar durante una sinfonía y a continuación se iban a casa a dormir tranquilamente en la cama. Después de Beethoven, ya nadie regresaba de un concierto tarareando agradables melodías. La suya es música que no calma, sino que conmociona y perturba. Es música que hace pensar y sentir.
Infancia
Marx señaló que la diferencia entre Francia y Alemania es que, mientras que los franceses realmente hicieron revoluciones, los alemanes simplemente especularon sobre ellas. El idealismo filosófico prosperó en Alemania a finales del siglo XVIII y principios del XIX por la misma razón. En Inglaterra la burguesía efectuaba una gran revolución de relevancia histórico-mundial en la producción, mientras que, al otro lado del Canal de la Mancha, los franceses realizaban una revolución igualmente grande en política. En la Alemania atrasada, donde las relaciones sociales quedaron rezagadas frente a las de Francia e Inglaterra, la única revolución posible era una revolución en las mentes de los hombres. Kant, Fichte, Schelling y Hegel argumentaron sobre la naturaleza del mundo y de las ideas, al tiempo que otra gente en otras tierras comenzó efectivamente a revolucionar el mundo y las mentes de hombres y mujeres.
El movimiento Sturm und Drang fue una expresión de este fenómeno típicamente alemán. Goethe fue influenciado por la filosofía idealista alemana, especialmente por Kant. Aquí podemos detectar los ecos de la Revolución Francesa, pero son lejanos y difusos, estrictamente confinados al mundo abstracto de la poesía, de la música y de la filosofía. El movimiento Sturm und Drang en Alemania reflejó la naturaleza revolucionaria de la época de finales del siglo XVIII. Era un período de fermento intelectual enorme. Les philosophes franceses anticiparon los acontecimientos revolucionarios de 1789 con su asalto a la ideología del viejo régimen. Como Engels escribió en el Anti-Dühring: “Los grandes hombres que iluminaron en Francia las cabezas para la revolución en puertas obraron ellos mismos de un modo sumamente revolucionario. No reconocieron ninguna autoridad externa, del tipo que fuera. Lo sometieron todo a la crítica más despiadada: religión, concepción de la naturaleza, sociedad, orden estatal; todo tenía que justificar su existencia ante el tribunal de la razón, o renunciar a esa existencia. El entendimiento que piensa se aplicó como única escala a todo. Era la época en la que, como dice Hegel, el mundo se puso a descansar sobre la cabeza, primero en el sentido de que la cabeza humana y las proposiciones descubiertas por su pensamiento pretendieron valer como fundamento de toda acción y toda asociación humanas; pero luego también en el sentido, más amplio, de invertir de arriba abajo en el terreno de los hechos la realidad que contradecía a esas proposiciones”. (Engels, Anti-Dühring, Introducción.)
El impacto de este fermento pre-revolucionario en Francia se hizo sentir mucho más allá de las fronteras de ese país: en Alemania, en Inglaterra e, incluso, en Rusia. En literatura, las viejas formas cortesanas estaban desapareciendo gradualmente. Esto se reflejó en la poesía de Wolfgang Goethe –el poeta más grande que Alemania haya producido–. Su gran obra maestra, Fausto, está llena de un espíritu dialéctico. Mefistófeles es el espíritu vivo de la negación que lo penetra todo. Este espíritu revolucionario encontró un eco en los trabajos posteriores de Mozart, particularmente en Don Giovanni, que entre otras cosas contiene un conmovedor estribillo con las palabras: “¡Viva la libertad!” Pero es solamente con Beethoven que el espíritu de la Revolución Francesa encuentra su expresión verdadera en música.
Ludwig Van Beethoven nació en Bonn el 16 de noviembre de 1770; fue hijo de un músico de origen flamenco, Johann, quien fue empleado de la corte del Arzobispo. Su padre puede ser considerado como un hombre áspero, brutal y disoluto. Su madre, María Magdalena, sobrevivió su martirio con silenciosa resignación. Los primeros años de Beethoven no fueron felices. Esto probablemente explica el carácter introvertido y algo hosco del compositor, así como su espíritu rebelde.
La educación temprana de Beethoven fue, en el mejor de los casos, incompleta. Dejó la escuela a la edad de once años. La primera persona en reconocer el potencial enorme del chico fue el organista de la corte, Gottlob Neffe, quién le mostró los trabajos de Bach, especialmente el Clave bien temperado.
Observando el talento precoz de su hijo, Johann intentó convertirlo en un niño prodigio –un nuevo Mozart–. A la edad de cinco años fue presentado en un concierto público. Pero Johann estaba condenado a la decepción: Ludwig no era ningún pequeño Mozart. Asombrosamente, no tenía ninguna disposición natural para la música y tuvo que ser obligado. Fue así que su padre lo envió a varios profesores para que le metieran la música en la cabeza.
Beethoven en Viena
En esta época, Bonn, capital del Electorado de Colonia, era un remanso provinciano y tranquilo. Para avanzar, el joven músico tuvo que ir a estudiar música en Viena. Su familia no era rica, pero en 1787 el joven Beethoven fue enviado a la capital por el arzobispo. Allí conoció a Mozart al cual dejó impresionado. Más tarde, uno de sus profesores sería Haydn. Pero después de solamente dos meses tuvo que volver a Bonn porque su madre estaba gravemente enferma. Ella murió poco tiempo después. Ésta sería la primera de muchas tragedias personales y familiares que persiguieron a Beethoven toda su vida. En 1792, el año en que Louis XVI fue decapitado, Beethoven finalmente se trasladó de Bonn a Viena, donde viviría hasta su muerte.
Los retratos que han llegado a nosotros muestran a un joven introvertido y sombrío, con una expresión que transmite una sensación de tensión interna y de naturaleza apasionada. Físicamente no era hermoso: una cabeza grande con una nariz aguileña; una cara marcada por la viruela, y pelo grueso y espeso que nunca parecía estar peinado. Su tez oscura le ganó el apodo de “el español”. Bajo, rechoncho y bastante torpe, tenía el porte y las maneras de un plebeyo –un hecho que no podía disimular con la ropa elegante que usaba cuando joven–.
Este rebelde nato se presentó en la aristocrática y refinada Viena desaliñado, pobremente vestido y malhumorado, con ninguno de los aires y gracias cortesanos que se pudieron haber esperado de él. Como cualquier otro compositor de la época, Beethoven fue obligado a depender de concesiones y comisiones de patrones ricos y aristocráticos. Pero éstos nunca llegaron a poseerle. Él no era un músico cortesano –como Haydn, quien estaba en la corte de la familia Esterházy. Qué pensaban de este hombre extraño no se sabe, pero la grandeza de su música le garantizó encargos y, por lo tanto, un sustento económico.
Él, que desdeñaba el convencionalismo y la ortodoxia, debió haberse sentido totalmente fuera de lugar. No estaba interesado en lo más mínimo en su aspecto personal o en su ambiente. Beethoven era un hombre que respiraba y vivía para su música y era indiferente a las comodidades mundanas. Su vida personal era caótica e inestable, y se le podía describir como un bohemio. Vivió en la miseria más extrema. Su casa era siempre un desastre, con restos de comida por todos lados e incluso orinales sin vaciar.
Su actitud respecto a los príncipes y a los nobles que le pagaban fue capturada en una pintura famosa. En ella se muestra al compositor durante un paseo con el poeta Goethe, el archiduque Rodolfo y la emperatriz. Mientras que Goethe, respetuoso, se quita cortésmente su sombrero y cede el paso a la pareja real, Beethoven los ignora completamente y continúa caminando sin mostrar ningún respeto a la familia imperial. Esta pintura contiene el espíritu entero del hombre, un espíritu audaz, revolucionario, intransigente. Sofocándose en la atmósfera burguesa de Viena, escribió este comentario desesperado: “Mientras que los austriacos tengan su cerveza oscura y sus pequeñas salchichas, nunca se rebelarán”. [1]
Una época revolucionaria
El mundo en el que nació Beethoven era un mundo turbulento, un mundo en transición, un mundo de guerras, revolución y contrarrevolución: un mundo como el nuestro. En 1776, los colonos americanos ganaron su libertad con una revolución que tomó la forma de una guerra de liberación nacional contra Gran Bretaña. Éste fue el primer acto de un gran drama histórico.
La Revolución Americana proclamó los ideales de la libertad individual que se derivaban de la Ilustración Francesa. Apenas una década después, las ideas de los Derechos del Hombre volvieron a Francia de una manera aún más explosiva. La toma de la Bastilla marcó, en julio de 1789, un momento decisivo en la historia mundial
En su periodo de ascenso, la Revolución Francesa erradicó toda la basura acumulada del feudalismo, puso a una nación entera a sus pies y se enfrentó a toda Europa con valor y determinación. El espíritu de liberación de la Revolución en Francia se extendió por Europa como un fuego arrasador. Tal período exigió nuevas formas de arte y nuevas maneras de expresión. Esto fue logrado con la música de Beethoven, que expresa el espíritu de su tiempo mejor que cualquier otra cosa.
En 1793, los jacobinos ejecutaron al rey Luís XVI de Francia. Una ola de conmoción y miedo se extendió por todas las cortes de Europa. La actitud hacia la Francia revolucionaria se endureció. Aquellos “liberales” que inicialmente habían saludado la revolución con entusiasmo, ahora se escabulleron al rincón de la reacción. El antagonismo de las clases acaudaladas hacia Francia fue expresado por Edmund Burke en su obra Reflexiones sobre la revolución francesa. Por todas partes, los partidarios de la revolución fueron vistos con suspicacia y además perseguidos. Ya no era seguro ser un amigo de la Revolución Francesa.
Éstos eran tiempos tempestuosos. Los ejércitos revolucionarios de la joven República Francesa derrotaron a los ejércitos de la Europa monárquico-feudal y estaban contraatacando en todos los frentes. El joven compositor fue desde el principio un ardiente admirador de la Revolución Francesa y estaba horrorizado por el hecho de que Austria fuera la fuerza principal en la coalición contrarrevolucionaria contra Francia. La capital del imperio estaba infectada de un ambiente de terror. El aire estaba enrarecido por la sospecha; los espías aparecían por todas partes y la libre expresión fue sofocada por la censura. Pero lo que no podía expresarse con la palabra escrita encontraría su expresión en música grandiosa.
Sus estudios con Haydn no iban muy bien. Beethoven ya estaba desarrollando ideas originales sobre la música, lo cual no era del agrado de su viejo maestro, aferrado firmemente con el antiguo estilo cortés y aristocrático de la música clásica. Era un choque de lo viejo con lo nuevo. El joven compositor se estaba haciendo famoso como pianista. Su estilo era violento, como la edad que lo produjo. Se dice que golpeaba las teclas tan fuerte que rompía las cuerdas a menudo. Comenzaba a ser reconocido como un compositor nuevo y original. Tomó Viena por asalto. Se convirtió en todo un éxito.
La vida, empero, puede jugar las bromas más crueles sobre hombres y mujeres. En el caso de Beethoven, el destino le preparaba un final particularmente cruel. En 1796-97 Beethoven cayó enfermo, posiblemente con un tipo de meningitis que le afectó su sentido del oído. Tenía 28 años y estaba en la cima de su fama… pero estaba volviéndose sordo. Hacia 1800, experimentó los primeros signos de sordera. Aunque no se volvió totalmente sordo hasta los últimos años, tener conciencia de que su condición se deterioraba debió haber sido una tortura terrible. Se volvió una persona deprimida e incluso suicida. Escribió acerca de su tormento interno y de cómo solamente su música lo contuvo de quitarse la vida. Esta experiencia de intenso sufrimiento y la lucha por superarlo, tiñe su música y la imbuye de un espíritu profundamente humano.
En su vida personal nunca fue feliz. Tenía el hábito de enamorarse de las hijas (y las esposas) de sus ricos patrones, y sus relaciones siempre terminaron malamente y con nuevos arranques de depresión. Después de uno de estos momentos escribió: ¡El arte, y solamente el arte, me ha salvado! Me parece imposible dejar este mundo sin haber dado todo lo que he sentido nacer dentro de mí.
Al principio de 1801 sufrió una severa crisis personal. Según El testamento de Heiligenstadt, se encontraba al borde del suicidio. Pero habiéndose recuperado de su depresión, Beethoven se lanzó con vigor renovado al trabajo de la creación musical. Estos incidentes hubieran destruido a un hombre más débil. No obstante, Beethoven convirtió su sordera –una discapacidad paralizante para cualquier persona, pero una catástrofe para un compositor– en una ventaja. Su oído interno le proveyó de todo lo que era necesario para componer música grandiosa; y en el mismo año de su crisis más devastadora (1802) compuso su gran sinfonía Eroica.
La dialéctica de la sonata
La dinámica de la música de Beethoven era enteramente nueva. Compositores anteriores escribieron piezas tranquilas y piezas ruidosas, pero ambas estaban totalmente separadas. Con Beethoven, por el contrario, pasamos rápidamente de una a la otra. Esta música contiene una tensión interna, una contradicción que exige una urgente resolución. Es la música de la lucha.
La forma de la sonata es una manera de elaborar y de estructurar la materia musical. Se basa en una visión dinámica de la forma musical y es dialéctica en esencia. La música se desarrolla a través de una serie de elementos en oposición. A finales del siglo XVIII la forma de la sonata dominó mucha de la música compuesta. Aunque no era nueva, la forma de la sonata fue desarrollada y consolidada por Haydn y Mozart. Pero en las composiciones del siglo XVIII tenemos la forma de sonata solamente de una forma potencial y no su contenido verdadero.
En parte (pero solamente en parte) ésta es una cuestión de técnica. La forma que Beethoven utilizó no era nueva, pero sí lo era la manera en que la utilizó. La forma de la sonata comienza con un primer movimiento rápido, seguida de un segundo movimiento más lento, un tercer movimiento que es más alegre en el carácter (originalmente un minueto, más adelante un scherzo, que literalmente significa “broma”) y termina como comenzó, con un movimiento rápido.
Básicamente, la forma de la sonata se basa en la línea de desarrollo A-B-A. Vuelve al principio, pero a un nivel superior. Esto es un concepto puramente dialéctico: movimiento mediante contradicción, la negación de la negación. Es un tipo de silogismo musical: exposición-desarrollo-recapitulación, o, expresado en otros términos, tesis-antítesis-síntesis.
Esta clase de desarrollo está presente en cada uno de los movimientos. Pero hay también un desarrollo global en el que temas conflictivos terminan reconciliándose en un “final feliz”. En la coda final volvemos a la tonalidad inicial, creando la sensación de una apoteosis triunfal.
Esta forma contiene el germen de una idea profunda y tiene el potencial para un desarrollo serio. Puede también ser expresada por una amplia gama de combinaciones instrumentales: piano solo, piano y violín, cuarteto de cuerdas, sinfonía… El éxito de la forma de la sonata fue facilitado por la invención de un nuevo instrumento musical: el pianoforte. Éste podía expresar la dinámica completa del romanticismo, mientras que el órgano y el clavicordio estaban restringidos para tocar la música escrita según los principios de la polifonía y del contrapunto.
El desarrollo de la forma de la sonata estaba ya bien avanzado a finales del siglo XVIII. Alcanzó su punto álgido en las sinfonías de Mozart y de Haydn y, en cierto sentido, podría decirse que las sinfonías de Beethoven son solamente una continuación de esta tradición. Pero, en realidad, la identidad formal encubre una diferencia fundamental.
En sus orígenes, la forma de la sonata predominó sobre su contenido real. Los compositores clásicos del siglo XVIII estaban principalmente preocupados por conseguir la corrección de la forma (aunque Mozart es una excepción). Pero con Beethoven el contenido verdadero de la forma de la sonata emerge finalmente. Sus sinfonías provocan un sentimiento incontenible de un proceso de lucha y de su desarrollo a través de contradicciones. Aquí tenemos el ejemplo más sublime de la unidad dialéctica entre forma y contenido. Éste es el secreto por excelencia de todo arte. Tales alturas se han alcanzado raramente en la historia de la música.
Conflicto interno
Las sinfonías de Beethoven representan una ruptura fundamental con el pasado. Si las formas son similares superficialmente, el contenido y el espíritu de la música son radicalmente diferentes. Con Beethoven –y los románticos que siguieron sus pasos– lo importante no son las formas en sí mismas, la simetría formal o el equilibrio interno, sino el contenido. De hecho, el equilibrio es perturbado con frecuencia en Beethoven. Hay muchas disonancias que reflejan tal conflicto interno.
En 1800 escribió su primera sinfonía, un trabajo que todavía tiene sus raíces en Haydn. Es un trabajo luminoso, absolutamente libre del espíritu de conflicto y de lucha que caracteriza sus posteriores trabajos. Francamente, no da idea alguna de lo que estaba por venir. La sonata para piano n o 8 (opus 13) o Patética es completamente diferente. Es claramente distinta de las sonatas para piano de Haydn y de Mozart. Beethoven estaba influenciado por la teoría de Schiller sobre la tragedia y el arte trágico, a los cuales vio no sólo como sufrimiento humano sino, sobre todo, como una lucha contra este sufrimiento.
El mensaje se expresa claramente en el primer movimiento que abre con sonidos complejos y disonantes (escuche ). Estos acordes misteriosos pronto llevan a un pasaje agitado central que sugiere esta resistencia al sufrimiento. Este conflicto interno desempeña un papel dominante en la música de Beethoven y le da un carácter totalmente diferente al de la música del siglo XVIII. Es la voz de una nueva época: una voz estruendosa que exige ser oída.
La pregunta que debe plantearse es: ¿cómo explicamos esta diferencia asombrosa? La respuesta corta y fácil es que esta revolución musical es el producto de la mente de un genio. Eso es cierto. Beethoven es probablemente el genio musical más grande de la historia. Pero es una respuesta que no contesta realmente nada. ¿Por qué este lenguaje musical enteramente nuevo emergió exactamente en este momento y no cien años antes? ¿Por qué no ocurrió con Mozart, Haydn o, de hecho, con Bach?
El mundo del sonido de Beethoven no es uno integrado por sonidos hermosos, como lo era la música de Mozart y de Haydn. Su escucha no es necesariamente una experiencia placentera, ni motiva al oyente a silbar melodías bonitas. Es un sonido áspero, una explosión musical, una revolución musical que transmite con precisión el espíritu de los tiempos. Aquí hay no sólo variedad sino también conflicto. Beethoven utiliza con frecuencia la instrucción sforzando, que significa ataque. Se trata de una música violenta, llena de movimiento, que trastoca rápidamente los ánimos, se trata de conflicto, de contradicción.
Con Beethoven la forma de la sonata avanza a un nivel cualitativamente superior. La transformó de una mera forma a una potente y, al mismo tiempo, íntima expresión de sus sentimientos más interiores. En algunas de sus composiciones para piano escribió la instrucción: “sonata, quasi una fantasia”, para indicar que él buscaba la libertad de expresión absoluta por medio de la sonata. Aquí la dimensión de la sonata se amplía grandemente con respecto a su forma clásica. Los tempos son más flexibles, e incluso cambian de lugar. Pero sobre todo, el final ya no es simplemente una mera recapitulación, sino un desarrollo y una culminación verdaderos de todo lo sucedido anteriormente.
Al ser aplicada a sus sinfonías, la forma de la sonata, tal como es desarrollada por Beethoven, alcanza un nivel inaudito de sublimidad y de energía. La energía viril que impulsa su quinta y tercera sinfonías es suficiente prueba de esto. Ésta no es música sencilla o para entretenimiento. Es música diseñada para provocar, para impactar y para inspirar a la acción. Es la voz de la rebelión proyectada en música.
Pero esto no es ningún accidente ya que la revolución de Beethoven en música reflejó una revolución de la vida real. Beethoven era un hijo de su tiempo –el tiempo de la Revolución Francesa–. Escribió la mayoría de su obra más grandiosa durante la revolución y el espíritu de la revolución impregna cada una de sus notas. Es completamente imposible entender al compositor fuera de este contexto.
Beethoven desechó audazmente todas las convenciones musicales existentes, de la misma manera que la Revolución Francesa limpió los establos de Augías del pasado feudal. La suya era una nueva clase de música, música que abrió muchas puertas para los compositores por venir, tal como la Revolución Francesa abrió la puerta a una nueva sociedad democrática.
El auténtico secreto de la música de Beethoven consiste en el más intenso conflicto. Es un conflicto que está presente en la mayor parte de su música y alcanza su altura más impresionante en sus últimas siete sinfonías, comenzando con la tercera sinfonía, conocida como la Eroica. Éste fue el verdadero punto de inflexión en la evolución musical de Beethoven y también de la historia de la música en general. Y las raíces de esta revolución en la música se deben encontrar fuera de ella, en la sociedad y la historia.
La sinfonía Eroica
Un momento crucial en la vida de Beethoven y en la evolución de la música occidental fue la composición de su tercera sinfonía (la Eroica). Hasta ese momento, el lenguaje musical de la primera y segunda sinfonías no salió substancialmente del mundo de sonidos de Mozart y de Haydn. Pero desde las primeras notas de la Eroica entramos en un mundo enteramente distinto. La música tiene un significado político implícito, cuyo origen es bien conocido.
Beethoven era músico, no un político, y su conocimiento de los acontecimientos en Francia era necesariamente confuso e incompleto, pero sus instintos revolucionarios eran infalibles y, al final, lo llevaron siempre a las conclusiones correctas. Él había oído los informes del ascenso de un joven oficial en el ejército revolucionario, llamado Bonaparte. Como muchos otros, se formó la impresión de que Napoleón era el continuador de la revolución y el defensor de los derechos del hombre. Beethoven, por lo tanto, planeó dedicar su nueva sinfonía a Bonaparte.
Esto fue un error, aunque absolutamente comprensible. Era el mismo error que mucha gente cometió cuando asumió que Stalin era el verdadero heredero de Lenin y del defensor de los ideales de la revolución de octubre. Lentamente, sin embargo, se puso de manifiesto que su héroe se separaba de los ideales de la revolución y que consolidaba un régimen que imitó algunas de las peores características del viejo despotismo.
En 1799, el golpe de Estado de Bonaparte significó el final definitivo del período de ascenso revolucionario. En agosto de 1802, Napoleón se aseguró el consulado de por vida con el poder de nombrar un sucesor. Un senado obsequioso le pidió reintroducir el gobierno hereditario “para defender la libertad pública y para mantener la igualdad”. Así, en nombre de la “libertad” y de la “igualdad” se invitó al pueblo francés a que pusiera su cabeza en una soga.
Esta es una estrategia que siempre repiten los usurpadores en cada período de la historia. El emperador Augusto, por ejemplo, mantuvo las formas exteriores de la República Romana y fingió públicamente una deferencia hipócrita al Senado, mientras que sistemáticamente subvertía la constitución republicana. No mucho después, su sucesor Calígula nombró senador a su caballo favorito, hecho que reflejaba más fehacientemente la situación.
Stalin, el líder de la contrarrevolución política en Rusia, se proclamó a sí mismo el discípulo fiel de Lenin al tiempo que pisoteaba todas las tradiciones del leninismo. Gradualmente, las normas de la democracia y del igualitarismo proletarios soviéticos fueron sustituidas por un régimen burocrático, de desigualdad y totalitarismo. En el ejército se reintrodujeron la jerarquía y los privilegios suprimidos por la revolución de octubre. Se exaltaban las virtudes de la familia. Finalmente, Stalin incluso descubrió una función para la Iglesia Ortodoxa: la de fiel sirviente de su régimen. En todo esto, él pisaba únicamente un camino que había sido atravesado ya por Napoleón Bonaparte, el sepulturero de la Revolución Francesa.
Para encontrar algún tipo de aprobación y de respetabilidad para su dictadura, Napoleón comenzó a copiar todas las formas exteriores del viejo régimen: títulos aristocráticos, uniformes espléndidos, jerarquías y, por supuesto, religión. La Revolución Francesa había desterrado prácticamente a la Iglesia Católica. La masa de la gente, excepto en las áreas más atrasadas como Vendée, odiaba a la iglesia, que, correctamente identificaba con el dominio de los viejos opresores. Napoleón, por su parte, intentó alistar el apoyo de la Iglesia para su régimen y firmó un Concordato con el Papa.
Desde lejos, Beethoven siguió los acontecimientos en Francia con creciente alarma y pesimismo. Ya en 1802, la opinión de Beethoven sobre Napoleón comenzaba a cambiar. En una carta a un amigo escrita en ese año, escribió indignado: “Todo está cayendo nuevamente en la vieja rutina después de que Napoleón firmara el Concordato con el Papa”.
Pero lo peor estaba aún por venir. El 18 de mayo de 1804, Napoleón se proclamó Emperador de los franceses. La ceremonia de la coronación tuvo lugar en la catedral de Notre Dame el 2 de diciembre. En el momento en que el Papa vertió los santos óleos sobre la cabeza del usurpador, todos los rastros de la vieja constitución republicana fueron removidos. En lugar de la austera simplicidad republicana anterior, todo el esplendor ostentoso de la vieja monarquía reapareció para hacer burla de la memoria de la revolución por la cual tantos hombres y mujeres valientes habían sacrificado sus vidas.
Cuando Beethoven recibió la noticia de estos acontecimientos se llenó de rabia y tachó airadamente su dedicatoria a Napoleón en la partitura de su nueva sinfonía. El manuscrito todavía existe y podemos ver que atacó la página con tal violencia que está atravesada por un rasgón. Así, decidió dedicar la sinfonía a un héroe anónimo de la revolución: la sinfonía Eroica había nacido.
Las obras orquestales de Beethoven comenzaban ya a producir nuevos sonidos que nunca habían sido oídos antes. Impactaron al público vienés acostumbrado a las melodías cortesanas de Haydn y de Mozart. Con todo, las primeras dos sinfonías de Beethoven, aunque muy refinadas, todavía recordaban al aristocrático y tranquilo mundo del siglo XVIII, el mundo como era antes de su destrucción en 1789. La Eroica representa un enorme punto de inflexión, un gran salto adelante para la música, una verdadera revolución. Sonidos como éstos nunca habían sido oídos antes. Los desafortunados músicos que tuvieron que tocar esto por primera vez debieron haber estado totalmente paralizados y desconcertados.
La Eroica causó sensación. Hasta entonces, se consideraba que una sinfonía debía durar media hora máximo. El primer movimiento de la Eroica duró tanto como una sinfonía entera del siglo XVIII. Y se trataba de una obra con un mensaje: una obra con algo que decir. Las disonancias y la violencia del primer movimiento son claramente un llamado a luchar. Y que éste significa una lucha revolucionaria está claro desde la dedicatoria original.
Trotsky en una ocasión hizo la observación de que las revoluciones son asuntos volubles. La Revolución Francesa, sabemos, se caracterizó por su oratoria. Aquí había auténticos oradores de masas: Danton, Saint-Just, Robespierre e, incluso, Mirabeau antes de ellos. Cuando estos hombres hablaban, no sólo se dirigían a una audiencia: hablaban a la posteridad, a la historia. De ahí el carácter retórico de sus discursos. No hablaban, declamaban. Sus discursos comenzaban con una frase llamativa, la cual inmediatamente presentaba un tema central que entonces sería desarrollado en maneras diferentes, antes de hacer una reaparición enfática al final.
Es justo lo mismo con la sinfonía Eroica. No habla, sino declama. El primer movimiento de esta sinfonía se abre con dos acordes disonantes que se asemejan a un hombre que golpea una mesa con su puño exigiendo nuestra atención, justamente igual que haría un orador apasionado en una asamblea revolucionaria. Beethoven entonces se lanza en un tipo de “carga de caballería” musical, una ofensiva tremendamente impetuosa que es interrumpida por choques, conflicto y lucha, e incluso momentáneamente detenida por momentos de extremo agotamiento, sólo para reanudar de nuevo su marcha triunfante (escuche aquí). En este movimiento estamos en el corazón de la revolución misma, con todos sus flujos y reflujos, sus victorias y derrotas, sus triunfos y sus desesperaciones. Es la Revolución Francesa en música.
El segundo movimiento es una marcha fúnebre, en memoria de un héroe. Es una obra de tamaño descomunal, tan pesada y sólida como el granito (escuche aquí). La pisada lenta y triste de la marcha fúnebre es interrumpida por una sección que recobra las glorias y los triunfos de alguien que ha dado su vida para la revolución (escuche aquí) El pasaje central produce un edificio masivo de sonidos que crea la sensación de un dolor insoportable, antes de volver finalmente al tema central de la marcha fúnebre. Éste es uno de los momentos más grandes de la música de Beethoven, o de cualquier música.
El movimiento final se da en un espíritu completamente distinto. La sinfonía termina en una nota del más supremo optimismo. Después de todas las derrotas, reveses y decepciones, Beethoven nos está diciendo: “Sí, amigo mío, hemos sufrido una pérdida penosa, pero debemos dar vuelta a la página y abrir un nuevo capítulo. El espíritu humano es suficientemente fuerte como para superar todas las derrotas y continuar la lucha. Y debemos aprender a reírnos en la adversidad.”
Como los grandes revolucionarios franceses, Beethoven estaba convencido de que él escribía para la posteridad. Cuando –como ocurría frecuentemente– los músicos se quejaban de que no podían tocar su música porque era demasiado difícil, él contestaba: “No se preocupen, ésta es música para el futuro”.
La revolución de Beethoven en la música no era entendida por muchos de sus contemporáneos. Consideraron esta música como extraña, sin sentido, incluso loca. Sacó a los filisteos fuera de sus cómodos ensueños. A las audiencias les molestaba precisamente porque les obligaba a pensar sobre qué era la música. En vez de consonancias agradables y fáciles, Beethoven enfrentó al oyente con temas significativos, con ideas expresadas en música. Esta enorme innovación se convirtió, más adelante, en la base de toda la música romántica, culminando en los leitmotivs de los extensos dramas musicales de Wagner. La base de todos los progresos subsecuentes es Beethoven.
Por supuesto, no hay escasez de grandes momentos líricos en Beethoven, como en la sexta sinfonía (Pastorale) y el tercer movimiento de la Novena. Incluso en la más feroz de las batallas hay momentos de calma, pero el período de calma nunca dura demasiado y es solamente el preludio a los nuevos períodos de lucha. Tal es la significación verdadera de los movimientos lentos en Beethoven. Son en verdad momentos sublimes, pero no tienen ninguna significación independiente, separada y aparte de la lucha.
Los temas de Beethoven significan algo. Por supuesto, ésta no es música de un programa superficial. La pieza más cercana a un programa descriptivo es la sexta sinfonía, la Pastorale, donde cada movimiento es introducido por una nota que transmite un humor o un escenario particulares (“Sensaciones agradables en la llegada al campo”; “Por el arroyo”; “Alegría y tormenta de los pastores”, etc.). Pero ésta es una excepción. El significado de estos temas es más abstracto y general. Con todo, las implicaciones están claras.
La Quinta Sinfonía
Un espíritu revolucionario mueve cada compás de las sinfonías de Beethoven, especialmente la Quinta. Los celebrados compases de apertura de esta obra (escuche aquí) se han comparado al Destino que golpea en la puerta. Estos golpes de martillo son, quizás, la apertura más llamativa de cualquier trabajo musical en la historia. El director Nicolaus Harnancourt, cuyo ciclo de grabaciones de las sinfonías de Beethoven ha sido ampliamente aclamado, ha dicho de esta sinfonía: “Ésta no es música; es agitación política. Nos está diciendo: el mundo que tenemos no es bueno. ¡Cambiémoslo! ¡Vamos!” Otro director y musicólogo famoso, John Elliot Gardiner, ha descubierto que todos los temas principales en esta sinfonía están basados en canciones revolucionarias francesas.
Ésta es la primera sinfonía que traza de una manera sistemática el progreso de una tonalidad menor a una mayor. Aunque esta transición hubo sido hecha anteriormente, el desarrollo irresistible de menor a mayor, su desarrollo dialéctico, no tiene ningún precedente. Como la revolución misma, la lucha que se revela en el desarrollo de la Quinta de Beethoven pasa por toda una serie de fases: de un enorme empuje que barre todos los obstáculos, pasando por momentos de indecisión y desesperación, que conducen al movimiento final con su glorioso resplandor de triunfo.
El mensaje central de la Quinta de Beethoven es lucha y triunfo sobre todas las adversidades. Como hemos visto, las raíces de esta sinfonía están, una vez más, firmemente en la Revolución Francesa. Sin embargo, su mensaje no depende de ésta o de alguna otra asociación. Puede comunicarse a mucha gente en diversas circunstancias. Pero el mensaje es siempre igual: ¡Es necesario luchar! ¡Nunca rendirse! ¡Al final seguro que ganaremos!
Los alemanes que la escucharon en el curso de la vida de Beethoven extrajeron la inspiración para luchar contra los franceses invasores de su tierra nativa. Durante la Segunda Guerra Mundial, los compases de la apertura de la Quinta (que por coincidencia son el equivalente musical del signo “V” en el código Morse – significando victoria) fueron utilizados para reunir al pueblo francés para luchar contra los invasores alemanes. Así, la gran música nos habla a través de los siglos, mucho después de que sus orígenes verdaderos se hayan perdido en la noche de los tiempos.
Beethoven era un revolucionario en todo el sentido de la palabra. La clase de música que él escribió nunca había sido oída antes. Antes de esto, la música era principalmente un asunto aristocrático. Josef Haydn (cuyo padre era un simple fabricante y reparador de ruedas) trabajó para la familia de Esterhazy durante más de treinta años. Su música fue diseñada principalmente para satisfacer a sus audiencias aristocráticas. Es gran música, sin duda, pero también poco exigente. Las sinfonías de Beethoven son otro mundo.
Egmont
La única ópera de Beethoven, Fidelio, nació originalmente como Leonora, con una mujer como la figura central. Leonora fue escrita en 1805 cuando el victorioso ejército francés había entrado en Viena. En la primera noche la mayor parte de la audiencia estuvo compuesta de oficiales franceses con sus damas. Como la Eroica, también tiene claras insinuaciones revolucionarias, especialmente el famoso estribillo de los presos. Los presos políticos que emergen lentamente de la oscuridad de su calabozo hacia la luz del día cantan un estribillo conmovedor: “Oh, qué alegría respirar el aire libre…”. Esto es una verdadera oda a la libertad, un elemento constante en el pensamiento y trabajo de Beethoven.
Asimismo, la música incidental de la obra Egmont, basada en los acontecimientos de la rebelión de los Países Bajos contra el dominio español, tiene un mensaje revolucionario explícito. El Egmont histórico era un noble flamenco del siglo XVI –ese período terrible en que los Países Bajos languidecieron bajo el talón del despotismo español–. Egmont, un soldado dotado y valeroso, luchó en el lado español en las guerras de Carlos V, e incluso fue hecho gobernador de Flandes por los españoles. Pero a pesar de sus servicios a la corona española, cayó bajo sospecha y fue decapitado en Bruselas el 5 de junio de 1568.
Beethoven aprendió la historia de Egmont por la tragedia del mismo nombre escrita por Goethe en 1788, un año antes de la Revolución Francesa. Aquí el hombre cuya estatua está ahora erigida en Bruselas es presentado como héroe de la guerra de la liberación nacional de los Países Bajos contra los opresores españoles. Beethoven convirtió la obra de Goethe a música. Él vio a Egmont como símbolo de la lucha revolucionaria contra la tiranía de todos los tiempos y países. Poniendo la acción en el siglo XVI, él podía evitar la acusación de subversión, pero su obra era, de hecho, subversiva.
Hoy en día, solamente la obertura de Egmont es bien conocida. Es una pena porque la música incidental de Beethoven para Egmont contiene otro material maravilloso. El discurso final de Egmont, mientras va tranquilamente a su muerte, es una denuncia verdadera de la tiranía y una llamada valerosa a la gente a rebelarse y, en caso de necesidad, a dar sus vidas por la causa de la libertad. Termina con las líneas siguientes:
¡Adelante, hermanos! La diosa
de la victoria os guía. Y como el mar
se abre paso a través de los diques, así
aplastad, destruid las murallas
de la tiranía, y barredlas,
ahogándose, de la tierra
que usurpan.¡Escuchad, escuchad! ¡Cuántas veces este sonido
me ha llamado para apresurarme
hacia el campo de batalla y
la victoria! ¡Con cuanta alegría
los compañeros han caminado en su
peligroso camino! ¡Yo saldré también
de este calabozo hacia una honorable
muerte: Muero por la libertad por la cual he
vivido y he luchado, y a la cual
ahora me ofrezco como víctima afligida.¡Sí, movilizadlos a todos!
Cerrad filas, vosotros no
me asustáis. Estoy acostumbrado a
estar entre lanzas, y,
sitiado por la muerte inminente,
a sentir mi sangre valiente
correr doblemente rápida a través de mis venas.¡Amigos, sed valientes! Detrás de vosotros
están vuestros padres, vuestras esposas, vuestros hijos.
Pero esta gente se deja llevar por las palabras
vacías de sus opresores, no por su propia inclinación.¡Amigos, defended lo que es vuestro! Y
caed alegremente para salvar a quienes amáis más,
y seguid mis pasos.
Estas palabras son seguidas por la Sinfonía de la Victoria, que termina la obra en un resplandor de fuego (escuche aquí). ¿Pero cómo puede uno terminar una tragedia con semejante nota? ¿Cómo puede uno hablar de la victoria cuando han ejecutado al líder de la rebelión? Este pequeño detalle nos dice todo lo que necesitamos saber acerca de la perspectiva de Beethoven. Aquí tenemos a un optimista obstinado e incorregible, un hombre que rehúsa admitir la derrota, un hombre con una confianza ilimitada en el futuro de la humanidad. En esta música maravillosa él nos está diciendo: No importa cuántas derrotas suframos, no importa cuántos héroes fallezcan, no importa cuántas veces seamos derribados, ¡siempre volveremos a levantarnos! ¡Ustedes nunca nos podrán derrotar, porque ustedes nunca podrán conquistar nuestras mentes y almas! Esta música expresa el espíritu imperecedero de la revolución.
La oscura larga noche
El optimismo revolucionario de Beethoven estaba a punto de experimentar su prueba más seria. A pesar de que Napoleón había restaurado todas las formas exteriores del Ancien Régime, el miedo y la repugnancia hacia la Francia napoleónica por parte de la Europa monárquica no era menos que antes. Los monarcas europeos temían la revolución incluso en la forma degenerada y torcida del Bonapartismo, igual que más tarde temieron y odiaron la caricatura burocrática estalinista de Octubre. Conspiraron contra él, pusieron en marcha ataques contra él, intentaron por todos los medios de estrangularlo y de sofocarlo.
El avance de los ejércitos de Napoleón en cada frente dio contenido material a estos sentimientos de alarma. Los regímenes reaccionarios de la Europa monárquica, liderados por Inglaterra con sus suministros ilimitados de oro, tensaron cada nervio y tendón para enfrentar la amenaza desde Francia. Nosotros entramos en un convulsivo período de guerra, conquista extranjera y luchas de liberación nacional, que, con alzas y bajas, duraron más de una década. El Grande Armée de Napoleón casi conquistó el conjunto de la Europa continental antes de, finalmente, sufrir una derrota grave en las congeladas tierras de Rusia en 1812. Debilitado por este duro golpe, una fuerza Anglo-Prusiana derrotó finalmente a Napoleón en los fangosos campos de Waterloo.
Para Beethoven el año 1815 fue marcado por dos desastres: uno en la escena internacional, el otro de carácter personal: la derrota de Francia en Waterloo y la muerte del querido hermano del compositor, Kasper. Afectado profundamente por la pérdida de su hermano, Beethoven insistió en hacerse cargo de la educación de su hijo, Karl. Esto llevó a una disputa larga y amarga con la madre de Karl sobre la custodia.
El período después de 1815 fue uno de reacción negra. La contrarrevolución monárquico-feudal triunfó en toda regla. El congreso de Viena (1814-15) reinstaló el dominio de los borbones en Francia. Metternich y el Zar de Rusia pusieron en marcha una verdadera cruzada para derrocar regímenes progresistas por todas partes. Revolucionarios, liberales y progresistas fueron encarcelados y ejecutados. Se impuso una ideología reaccionaria basada en la religión y en el principio monárquico. Las monárquicas Austria y Prusia dominaron Europa, apoyadas por las bayonetas de la Rusia zarista.
Es verdad que la guerra contra Francia contenía elementos de una guerra de liberación nacional en países como Alemania, pero el resultado fue enteramente reaccionario. El caso más claro de esto era España. El dominio extranjero fue derrocado por un movimiento nacional, cuyo componente principal eran las “masas oscuras” –un campesinado pisoteado y analfabeto bajo la influencia de un clero fanático y reaccionario–. Bajo el reinado de Fernando VII, la reacción reinó en España, donde el experimento de una constitución liberal fue aplastado.
Las magníficas y tortuosas pinturas de los últimos años de Goya reflejan la esencia de este período turbulento. Las pinturas y aguafuertes de Goya son una reflexión gráfica del mundo que él vio a su alrededor. Como la música de Beethoven, estas pinturas son más que arte. Son una declaración política. Son una furiosa protesta contra el espíritu prevaleciente de la reacción y el oscurantismo. Así, para subrayar su protesta, Goya eligió el camino voluntario del exilio fuera del régimen represivo del rey traidor Fernando VII, su viejo protector. Goya no estaba solo en su odio hacia el monarca español –Beethoven rehusó enviarle sus obras–.
Hacia 1814 –la fecha del congreso de Viena– Beethoven estaba en el pináculo de su carrera. Pero la creciente reacción en Europa, la cual enterró las esperanzas de una generación, tuvo un efecto desalentador sobre el espíritu de Beethoven. En 1812, cuando la marcha del ejército de Napoleón fue detenida a las puertas de Moscú, Beethoven trabajaba en su Séptima y Octava sinfonías. Y después de 1815, el silencio. Él no escribió más sinfonías durante casi una década, cuando escribió su última y más grandiosa sinfonía.
La derrota final de lo que restaba de la Revolución Francesa enterró todas las esperanzas y sofocó el impulso creativo. Durante los años de 1815 a 1820 se observó una declinación aguda en la producción de Beethoven comparada al enorme flujo de música del período anterior. Solamente seis obras de importancia fueron producidas en tantos años. Estas incluyen el ciclo de canciones An derfernte Geliebte (Al amado distante), las últimas sonatas para violoncelo y piano, las sonatas para piano Opus 101 y la gran sonata Hammerklavier –un trabajo lleno de contradicciones internas y discordia, posiblemente reflejando la discordia en su vida personal–.
Él estaba profundamente sordo ahora. Leemos historias desgarradoras de su lucha para oír algo de sus propias composiciones. Éstas tienen un carácter filosófico cada vez más contemplativo e introvertido. El movimiento lento de la sonata de Hammerklavier, por ejemplo, es abiertamente trágico, reflejando un sentido de aceptación. La sordera de Beethoven lo condenó a una soledad agonizante, empeorada por períodos frecuentes de carencia material. Se volvió más introvertido que nunca, malhumorado y suspicaz, lo que sirvió solamente para aislarlo todavía más de otra gente.
Después de la muerte de su hermano, desarrolló una obsesión con su sobrino Karl y se convenció de que él debía estar a cargo de la educación del muchacho. Utilizó toda su influencia para conseguir la custodia sobre su sobrino y después negar el acceso de la madre de Karl a su hijo. Sin embargo, careciendo de cualquier experiencia de paternidad, trató a Karl con una dureza y rigidez excesivas. Esto llevó eventualmente a Karl a intentar suicidarse –un golpe devastador para Beethoven–. Más adelante se reconciliaron, pero todo el asunto llevó solamente a una gran infelicidad y dolor para cada implicado.
¿Cuál era la razón de esta obsesión extraña? A pesar de su naturaleza apasionada, Beethoven nunca tuvo éxito en la formación de una relación satisfactoria con una mujer y no tenía ningún hijo propio. Todas sus emociones fueron vertidas en su música. El resultado fue un beneficio eterno para la humanidad, pero dejó indudablemente un vacío en la vida personal de Beethoven. Ya no un hombre joven, sordo, solo y enfrentado al naufragio de todas sus esperanzas, intentaba desesperadamente llenar el vacío en su alma.
Frustrado en la esfera política, Beethoven se lanzó a lo que él se imaginaba era la vida familiar que nunca había tenido. Esta clase de situación es bien sabida por los revolucionarios. Considerando que en tiempos de auge revolucionario, los asuntos personales y de la familia parecen palidecer en insignificancia, en períodos de reacción tales cosas asumen una significación mucho mayor, induciendo a cierta gente a separarse del movimiento y buscar refugio en el seno de la familia.
Es verdad que este asunto no muestra a Beethoven de la forma más favorable, y alguna gente mezquina ha intentado utilizar el episodio de Karl para ennegrecer el nombre de Beethoven. Tales acusaciones recuerdan la observación de Hegel de que ningún hombre es héroe para su sirviente, quien ve todas las faltas de su vida personal, sus excentricidades y vicios. Pero como comenta Hegel, el sirviente puede criticar estos defectos. El alcance de su visión no llega más allá de aquellos asuntos triviales y eso explica porqué él no será más que un sirviente y no un gran hombre. Por todos sus defectos (y los defectos son inevitables en todos los seres humanos), Beethoven fue uno de los hombres más grandes que vivieron nunca.
Aislamiento
A pesar de todo, en esta noche larga y oscura de la reacción, Beethoven nunca perdió la fe en el futuro de la humanidad y en la revolución. Ahora se ha vuelto normal referirse a su gran humanitarismo. Esto es correcto hasta cierto punto, pero no va suficientemente lejos. Esto coloca a Beethoven al mismo nivel que párrocos, pacifistas y señoras mayores bienintencionadas que dedican su tiempo libre a las “causas dignas”. Es decir, coloca a un gigante al mismo nivel que a un pigmeo.
La perspectiva de Beethoven no era apenas un humanitarismo vago que desea que el mundo sea un lugar mejor pero nunca va más allá de impotentes y piadosas buenas intenciones. Beethoven no era un humanista burgués sino un partidario republicano y un ardiente militante de la Revolución Francesa. No estaba dispuesto a entregarse a la reacción prevaleciente o al compromiso con el status quo. Este intransigente espíritu revolucionario nunca lo abandonó hasta el final de sus días. Había hierro en el alma de este hombre que lo sostuvo a través de todas sus aflicciones y tribulaciones en la vida.
Su sordera le duró los últimos nueve años de su vida. Uno a uno, él había perdido a sus más íntimos amigos y estaba completamente solo. En esta soledad desesperada, Beethoven se vio reducido a comunicarse con la gente mediante la escritura. Descuidó su apariencia aún más que antes, y daba el aspecto de un vagabundo cuando salía. Con todo, incluso en tales circunstancias trágicas, él estaba trabajando en sus obras maestras más grandes.
Como Goya en su período negro, ahora componía no para el público sino para él mismo, encontrando la expresión para sus pensamientos más íntimos. La música de sus últimos años es el producto de la madurez de la edad avanzada. No es música bella sino muy profunda. Trasciende el Romanticismo y señala el camino adelante al tortuoso mundo de nuestra propia época.
Lejos de ser populares en esta época, los trabajos de Beethoven estaban totalmente fuera de moda. Estaban contra el espíritu de los tiempos. En periodos de reacción, el público no quiere ideas profundas. Así, después de la derrota de la Comuna de París, las operetas ligeras frívolas de Offenbach hacían furor. La burguesía de París no quería recordar los conflictos y las tensiones sino beber champán y mirar los numeritos de las vedettes de las revistas. Las melodías felices pero superficiales de Offenbach reflejaron este espíritu perfectamente.
En este período Beethoven escribió la Missa Solemnis, la Grosse Fuge y los últimos cuartetos de cuerdas (1824-26), música muy por delante de su tiempo. Esta música penetra mucho más hondamente en las profundidades del alma humana que casi cualquier otra composición musical. Sin embargo, tan extraordinariamente original era esta música que mucha gente realmente pensó que era signo de que Beethoven se había vuelto loco. Beethoven no prestó absolutamente ninguna atención a todo esto. No se interesó para nada en la opinión pública y nunca fue discreto en cuanto a la expresión de sus opiniones. Esto era peligroso. Solamente su estatus como compositor famoso le mantuvo fuera de la prisión.
Debemos considerar que en aquél tiempo Austria era uno de los principales centros de la reacción europea. No sólo la política sino también la vida cultural fueron sofocadas. Los espías de la policía del emperador estaban en cada esquina. La censura vigilaba atentamente todas las actividades que podrían considerarse, incluso, ligeramente subversivas. Bajo tales circunstancias, el respetable burgués vienés no quería escuchar música compuesta para arengarlos a luchar por un mundo mejor. Prefería que sus oídos fueran suavemente rozados por las óperas cómicas de Rossini –el compositor en boga–. Por el contrario, la gran Missa Solemnis de Beethoven fue un fracaso.
El tormento en el alma de este gran hombre encontró su reflejo en esa composición extraña conocida como la Grosse Fuge. Es una música intensamente personal que indudablemente nos dice mucho sobre el estado de ánimo de Beethoven en este tiempo (escuche aquí). Aquí estamos en presencia de un mundo de conflicto, de disonancia y de contradicciones sin resolver. No era lo que el público quería escuchar.
La Novena Sinfonía
Beethoven había estado considerando por largo tiempo la idea de una sinfonía coral, y tomó como su texto la Oda a la Alegría de Schiller, que él conocía desde 1792. De hecho, Schiller había considerado originalmente una Oda a la Libertad (Freiheit), pero debido a la presión enorme de las fuerzas reaccionarias, cambió la palabra a Alegría (Freude). Sin embargo, para Beethoven y su generación el mensaje era absolutamente claro. Esto era una Oda a la Libertad.
El primer bosquejo para la Novena Sinfonía data de 1816, un año después de la batalla de Waterloo. Fue acabado siete años más tarde, entre 1822 y 1824, después de que la Sociedad Filarmónica de Londres le hubiera ofrecido la suma de 50 libras para dos sinfonías. En su lugar, obtuvieron este notable trabajo que es mucho más que cualquier otras dos sinfonías escritas jamás.
La Novena Sinfonía hasta el día de hoy no ha perdido nada de su capacidad de impactar y de inspirar. Esta obra, que se ha llamado La Marseillaise de la Humanidad, fue interpretada por primera vez en Viena, el 7 de mayo de 1824. En medio de una reacción universal, esta música expresa la voz del optimismo revolucionario. Es la voz de un hombre que rechaza admitir la derrota, cuya cabeza sigue estando erguida en la adversidad.
Su primer movimiento largo se yergue a partir de acordes nebulosos, tan indistintos que parecen emerger desde la oscuridad, como el caos primitivo que se supone precede a la creación. Es como un hombre diciendo: “Sí, hemos pasado a través de una noche oscura en que todos parecían desesperados, pero el espíritu humano es capaz de emerger triunfante a partir de la noche más oscura”.
Acto seguido escuchamos la más asombrosa música llena de cambio dinámico, movimiento progresivo, constantemente interrumpida por contradicciones, pero avanzando inexorablemente. Es como el primer movimiento de la Quinta, pero en una escala infinitamente más grande. Como la Quinta, ésta es música violenta, y es la violencia revolucionaria que no tolera ninguna oposición, que barre todo delante de ella. Denota la lucha que tiene éxito contra increíbles obstáculos y que culmina en el triunfo final.
Semejante música nunca había sido escuchada antes. Era algo enteramente nuevo y revolucionario. Hoy es imposible comprender el impacto que debe haber tenido en la audiencia. El tema final que se vierte en la última parte como una explosión de un sol radiante a través de las nubes se oye, de hecho, a lo largo de toda la sinfonía en una variedad de disfraces sutiles (escuche aquí). El mensaje del movimiento final, coral, es inequívoco: “¡Todos los hombres serán hermanos!” Éste es el mensaje final de Beethoven a la humanidad. Es un mensaje de esperanza y de desafío.
Beethoven –viejo, desarreglado, despeinado y totalmente sordo– dirigió la sinfonía. Él no podía mantener el tiempo correctamente; agitaba sus brazos furiosamente en el aire, aún después de que la orquesta había terminado de tocar. Cuando la última nota se extinguía él no pudo escuchar el salvaje aplauso que dio la bienvenida a su obra. El gran hombre permaneció frente a la orquesta durante algunos momentos. Entonces la contralto Caroline Unger lo tomó suavemente por los hombros y lo volvió frente al público. Tal fue su impacto en la audiencia que le fueron dadas al compositor no menos de cinco ovaciones.
Tan grande fue el tumulto que la policía de Viena –siempre al acecho de manifestaciones públicas peligrosas– finalmente tuvo que intervenir para sofocarlo. Después de todo, tres ovaciones eran consideradas el límite incluso para el emperador. ¿No iba a ser consideraba tal demostración de entusiasmo una ofensa a su majestad? La reacción instintiva de la policía no estaba equivocada. Hay, de hecho, algo profundamente subversivo en la Novena, del primer compás al último.
La Novena Sinfonía fue un éxito, pero no generó ninguna ganancia. Beethoven estaba en dificultades financieras y su salud se deterioraba. Él cogió una pulmonía y tuvo que someterse a una operación. La herida se infectó y sus últimos días los pasó en agonía.
Beethoven murió en Viena el 27 de marzo de 1827, con solo 56 años, su salud minada y su vida personal atribulada por la tragedia. Goya, que también estaba sordo, murió en el mismo año. Veinticinco mil personas asistieron al entierro de Beethoven –un hecho que demuestra el grado en que su genio había sido reconocido en el curso de su vida–. Sin embargo, hoy sigue vivo, tan vibrante y relevante como siempre. Como fue el hombre, fue la música. En su música sentimos que tenemos al hombre entero. Sentimos que le hemos conocido y amado toda nuestra vida.
La grandeza de Beethoven consiste en el hecho de que en su música lo individual se une a lo universal. Ésta es la música que sugiere constantemente una lucha para superar todos los obstáculos y llegar a un estado superior. Su música era revolucionaria porque en su intensidad fulgurante, iluminó aspectos de la condición humana nunca antes expresados en música. Era la verdad expresada en música.
Posdata
La Novena Sinfonía fue la última palabra de Beethoven –un desafío audaz a la aparentemente triunfante reacción que daba la impresión de ser todopoderosa después de la derrota de los ejércitos franceses en 1815. Esa aparente victoria final de las fuerzas de la reacción derivó en una ola de desaliento y derrotismo que sofocó las esperanzas de la generación que buscó la salvación en la Revolución Francesa. Muchos antiguos revolucionarios cayeron en la desesperación, y más de uno pasó al lado del enemigo. Es un cuadro muy familiar de nuestra propia generación, que tiene asombrosos paralelos con la situación que siguió al derrumbamiento de la Unión Soviética.
También parecía que Europa yacía postrada a los pies de la reacción monárquica. ¿Quién podía oponerse al poder de las monarquías europeas unidas, con el poderío del Zar ruso detrás de cada trono, y con espías de la policía en cada esquina? El despotismo y el oscurantismo religioso se mostraban triunfantes. Por todas partes había un silencio sepulcral. Y no obstante, en medio de esta desolación terrible, un hombre valiente levantó su voz y dio al mundo un mensaje de esperanza. Él mismo nunca oyó este mensaje, excepto dentro de su cabeza donde se originó.
Pero la derrota de Francia y la reimposición de los Borbones no pudieron impedir la subida del capitalismo y de la burguesía, ni parar la marea de la revolución que explotó repetidas veces: en 1830, 1848, 1871… El sistema de producción que ahora había triunfado en Inglaterra comenzó a penetrar otros países europeos. La industria, los telares mecánicos, los ferrocarriles, los barcos de vapor, todos eran las fuerzas motrices del cambio universal e irreversible.
Las ideas de la Revolución Francesa –las ideas de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de los derechos del hombre– continuaron poblando la imaginación de la nueva generación. Pero las viejas ideas revolucionarias fueron llenadas cada vez más de un nuevo contenido de clase. El auge del capitalismo significó el desarrollo de la industria y de la clase obrera: la portadora de una nueva idea y una nueva etapa en la historia de la humanidad –el socialismo–.
La música de Beethoven era el punto de partida de una nueva escuela de música –el romanticismo– que estuvo ligada inextricablemente a la revolución. En abril de 1849, al calor de la revolución en Alemania, el joven compositor Richard Wagner dirigió la Novena Sinfonía de Beethoven en Dresde. En la audiencia estaba el anarquista ruso, Bakunin, cuyas ideas influenciaron a Wagner en su juventud. Entusiasmado por la música, Bakunin dijo a Wagner que si hubiera una cosa digna de ser salvada de las ruinas del Viejo Mundo, esta partitura lo sería.
Justo noventa años después de la muerte de Beethoven el propio Zar ruso fue derrocado por la clase obrera. La Revolución de Octubre iba a desempeñar un papel similar al de la Revolución Francesa. Inspiró generaciones de hombres y mujeres con una visión de un mundo nuevo y mejor. Verdad es que la revolución rusa degeneró, bajo condiciones de un atraso espantoso, en una caricatura monstruosa que Trotsky, usando una analogía histórica con la Revolución Francesa, caracterizó como Bonapartismo proletario. Y así como la dictadura de Napoleón minó la Revolución Francesa y llevó a la restauración de los Borbones, así la dictadura burocrática estalinista en Rusia ha llevado a la restauración del capitalismo.
Hoy, en un mundo dominado por las fuerzas de la reacción triunfante, hacemos frente a una situación similar a aquélla a la que Beethoven y su generación se enfrentaron después de 1815. Ahora, como entonces, muchos revolucionarios han abandonado la lucha. Nosotros no nos uniremos al grupo de los cínicos y de los escépticos, sino que preferimos seguir el ejemplo de Ludwig Van Beethoven. Continuaremos proclamando la inevitabilidad de la revolución socialista. Y la historia nos dará la razón.
Aquéllos que predicen el final de la historia han sido refutados muchas veces. ¡No es tan fácil parar la historia! Solamente tres años después de la muerte de Beethoven los Borbones franceses fueron derrocados por la Revolución de Julio. Ésta fue seguida por revoluciones en todas partes de Europa en 1848-49. Luego aconteció la Comuna de París de 1871, la primera revolución genuinamente obrera en la historia, que preparó el camino para la Revolución Bolchevique en 1917.
Por lo tanto, no vemos ninguna razón para el pesimismo. La actual crisis mundial confirma el análisis marxista de que el sistema capitalista está en un callejón sin salida histórico. Predecimos con confianza que el derrumbamiento de la Unión Soviética, lejos de ser el final de la historia, es solamente el preludio a su primer acto. El segundo acto será el derrocamiento del capitalismo en un país u otro, lo que preparará el camino para una nueva ola revolucionaria en una escala nunca antes vista en la historia.
El ocaso del capitalismo no sólo se expresa en términos económicos y políticos. El callejón sin salida del sistema se refleja no sólo en el estancamiento de las fuerzas productivas, sino también en un estancamiento general de la cultura. Sin embargo, como sucede siempre en la historia, debajo de la superficie nuevas fuerzas están luchando por emerger. Estas fuerzas requieren una voz, una idea, una bandera alrededor de las cuales reunirse y luchar. Eso vendrá con el tiempo y, cuando lo haga, no sólo vendrá en la forma de programas políticos. Encontrará su expresión en la música y el arte, en la novela y la poesía, en el teatro y el cine… porque Beethoven y Goya nos demostraron hace mucho tiempo que el arte puede ser un arma de la revolución.
Como los grandes revolucionarios franceses –Robespierre, Danton, Marat y Santo-Juste–, Beethoven estaba convencido de que él escribía para la posteridad. Cuando los músicos se quejaban de que no podían tocar su música porque era demasiado difícil (lo cual sucedía frecuentemente), él contestaba: “No se preocupen, ésta es música para el futuro”. Nosotros podemos decir lo mismo de las ideas del socialismo. Representan el futuro, mientras que las ideas desacreditadas de la burguesía representan el pasado. Para los que encuentren esto difícil entender, decimos: ¡No se preocupen, el futuro demostrará quién tiene razón!
En el futuro, cuando los hombres y las mujeres recuerden la historia de las revoluciones y de los repetidos intentos de crear una sociedad genuinamente humana basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad verdaderas, recordarán al hombre que, utilizando música que no podía oír, luchó por un mejor mañana que tampoco nunca vería. Ellos revivirán las grandes batallas del pasado y entenderán la lengua de Beethoven: la lengua universal de la lucha por el establecimiento de un mundo apropiado para los hombres y las mujeres libres que lo habiten.
Nota al pie de página:
[1] Beethoven estaba equivocado sobre los austriacos. Dos décadas después de su muerte, la clase obrera y la juventud austriacas se rebelaron en la revolución de 1848.
Vea también:
Fígaro y la Revolución Francesa, de Alan Woods, mayo de 2001
Arte y la lucha de clases, de Alan Woods, julio de 2001
Marxismo y arte. Introducción a los escritos de Trotsky sobre arte y cultura de Alan Woods, diciembre de 2000
La vida y la época de Goya: Un autorretrato, de Alan Woods, julio de 2003