A cien años de la fundación del PCE (I): Los primeros años

En noviembre se cumple el centenario de la fundación del Partido Comunista de España, una de las organizaciones obreras más importantes y de mayor relevancia histórica que han existido en el Estado español. Conmemoramos este evento con un artículo largo, dividido en dos partes. La primera abarca desde la fundación del partido en 1921 hasta 1930. La segunda trata de las vicisitudes del PCE desde la República hasta la actualidad.

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En noviembre de este año se celebra el centenario de la formación del Partido Comunista de España, fruto de la unificación de los dos grupos afines a la Tercera Internacional que existían en nuestro país en aquel momento, el Partido Comunista Español y el Partido Comunista Obrero. La creación de una nueva organización que aspiraba a la conquista revolucionaria del poder político inspirándose en la experiencia de los bolcheviques supuso un desarrollo cualitativo importante para el movimiento obrero español. Sin embargo, pese a los esfuerzos denodados de la primera generación de comunistas españoles, el PCE fracasó a la hora de movilizar las grandes simpatías que había despertado la Revolución rusa en nuestro país.

El movimiento obrero español en 1917

La España deshilvanada de comienzos del siglo XX había de sustentar un movimiento obrero abigarrado y desigual. El país presentaba una gran diversidad regional, corolario de su subdesarrollo económico. El sector agrícola que empleaba a la mayoría de la población estaba técnica y organizativamente atrasado y el campo languidecía en la pobreza, aunque dentro de este atraso generalizado existían grandes diferencias en las relaciones de propiedad, con regiones latifundistas y minifundistas y un abanico de formas intermedias. Así las cosas, parte del campesinado español, sobre todo los jornaleros de Andalucía y Extremadura, tenían un temperamento extraordinariamente revolucionario, mientras en lugares como Navarra o Castilla la Vieja el campo ofrecía una base social para la reacción.

Este subdesarrollo agrícola era un escollo para la modernización de la industria española, que, con dificultades para competir en el extranjero, y privada en 1898 de sus colonias de ultramar, dependía de un mercado rural raquítico que fluctuaba dependiendo de la cosecha, y que obstaculizaba el avance tecnológico y la introducción de industrias de escala. Por lo tanto, en los diferentes centros urbanos unas pocas grandes industrias modernas coexistían con un océano de talleres y fábricas pequeñas y medianas, donde los propietarios tenían márgenes de beneficios estrechos, las condiciones de trabajo eran a menudo aciagas y las relaciones laborales conflictivas. Esta base industrial suponía un terreno bastante inhóspito para el reformismo e imprimió a amplios sectores del proletariado español rasgos muy combativos. Pero la preponderancia de la pequeña producción también tenía una dimensión políticamente regresiva, al fomentar la fragmentación organizativa y una mentalidad gremial e individualista. Esto en parte explica la popularidad del anarcosindicalismo y de la CNT, en particular en Cataluña. Pero también sectores de la UGT socialista se impregnaron de esta mentalidad gremial.

Políticamente, el sistema constitucional de la Restauración borbónica era hijo bastardo de las guerras decimonónicas entre liberales y conservadores y de los intentos inconclusos de llevar a cabo la revolución burguesa. Distaba de ser una democracia burguesa efectiva, sin llegar a ser tampoco una dictadura autocrática como lo era la Rusia zarista. Como es bien sabido, la política de la Restauración se basaba en el llamado turno pacífico entre el partido liberal y el conservador (en realidad, dos aparatos oligárquicos sin diferencias programáticas sustanciales), asegurado a su vez por el fraude electoral sistemático y el dominio caciquil a nivel local. Los limitadísimos derechos democráticos que contemplaba el sistema de 1876 eran pisoteados frecuentemente por el régimen, a veces de forma arbitraria y otras apoyándose en la suspensión de las garantías constitucionales. Las corrientes más radicales del obrerismo, en especial el anarquismo, eran reprimidas sin miramientos.

No obstante, la Restauración ofrecía algunos remansos legales para la disidencia política y la actividad sindical, e incluso algunos intersticios para la oposición parlamentaria, que se fueron ampliando con el cambio de siglo. Eso explica que gran parte de la intelectualidad española no se orientara al movimiento obrero revolucionario, como era el caso en Rusia, sino que gravitara hacia el republicanismo y el regionalismo reformista y gradualista. Efectivamente, en 1914-1923 presenciamos un proceso contradictorio. Por un lado, hay un cuestionamiento creciente del régimen, las masas se radicalizan e irrumpen en la escena política, desafiando a los caciques y dando al traste con el turno pacífico. Al mismo tiempo, las grietas que se abren en el sistema ante el embate de las masas permiten el desarrollo de partidos legales de oposición, en primera instancia de republicanos y regionalistas catalanes (éstos llegan a entrar en el gobierno en 1917), y, en menor medida, de los propios socialistas (en bloque con los republicanos entre 1909 y 1919), fomentando así las tentaciones reformistas de los jefes socialistas.

En definitiva, las particularidades económicas y políticas del Estado español dieron vida a un movimiento obrero bastante fragmentado, dividido en dos grandes corrientes históricas con sus propias tendencias internas. Por un lado, el socialismo del PSOE y la UGT, con una dirección radical en el plano retórico, pero en la práctica reformista y cobarde. Esta cúpula se apoyaba sobre la aristocracia obrera de Madrid, ciudad burocrática y escasamente industrializada. Su reformismo era, inevitablemente, acomplejado y frágil, pues el capitalismo español y su corrupta superestructura política no daban para más. Al mismo tiempo, como veremos, el socialismo también cobijaba facciones más radicales, en particular en las zonas mineras de Asturias y los metalúrgicos de Vizcaya. La otra gran familia del obrerismo español, naturalmente, es la libertaria, cuyo buque insignia es, sobre todo a partir de 1918, la CNT anarcosindicalista, que nace en una Cataluña industrializada pero donde predomina la pequeña y mediana producción. La CNT engarza con el poderoso movimiento anarquista de los jornaleros y labradores del sur de la península. En su seno, encontramos corrientes más pragmáticas y “moderadas”, representadas sobre todo por Salvador Seguí y el comité regional catalán, que a su vez encuentran una base de apoyo entre trabajadores calificados de Cataluña, que se escudan en el confederalismo, el apoliticismo y la autonomía sindical para justificar su rechazo de posturas revolucionarias. Otra tendencia, bastante difusa, que echa raíz en el sur y entre los obreros más jóvenes y precarios de Barcelona, muestra una predisposición intransigente y propensa a métodos terroristas e insurreccionales. En 1918, se hace fuerte en el comité nacional de la CNT. Ambas familias del movimiento obrero español estaban relativamente aisladas de los grandes debates del socialismo europeo y su desarrollo teórico era escaso.

La crisis de la Restauración, 1917-1923

Dicho esto, durante la Primera Guerra Mundial el obrerismo español experimenta algunos cambios importantes, tendentes a una mayor homogeneidad y unidad. La neutralidad española permite a su burguesía exportar a ambos bandos, lo cual da un potente impulso a la industria del país. Esto a su vez acarrea el crecimiento numérico del proletariado. La bonanza durante la guerra ahondó las desigualdades sociales y produjo una espiral inflacionaria, induciendo a los obreros a luchar. Los huelguistas a menudo veían sus reivindicaciones satisfechas, no queriendo los patronos ralentizar la producción. El alza en la lucha de clases también facilitó la creciente unidad obrera. En diciembre de 1916 la CNT y la UGT forman un frente único y protagonizan una huelga general contra la carestía. En el seno de la CNT, se va disipando la tradicional reticencia libertaria a la centralización y los sindicatos de oficio se funden en los sindicatos únicos de industria. Por otro lado, políticamente, la guerra planteó debates inevitables a la izquierda sobre el carácter del conflicto y la actitud colaboracionista de los sindicatos y partidos obreros europeos (incluyendo muchos anarquistas) que respaldaron a sus gobiernos. Pero el verdadero estímulo espiritual e intelectual al movimiento obrero español llegó a finales de 1917 con las noticias de la insurrección de octubre en Rusia. Como hemos explicado anteriormente, la Revolución rusa despertó grandes entusiasmos en medios obreros españoles, tanto socialistas como libertarios, y fue un poderoso acicate para las luchas de 1917-1923. Pero no sólo fue una espuela práctica, también impuso debates hasta ese momento inexistentes o de carácter difuso, sobre la naturaleza de la revolución, la transformación socialista de la sociedad, la cuestión del poder, la dictadura del proletariado y las formas de organización de la clase obrera. La creación de la Internacional Comunista en marzo de 1919 y la llegada a España de sus primeros documentos y emisarios concretó estos debates.

El conflicto de clases hizo saltar por los aires los frágiles equilibrios políticos de la Restauración e inspiró las tendencias golpistas entre las principales facciones de la clase dominante que darían pie al golpe de Primo de Rivera en septiembre de 1923. En los años 1917-1923, España se vio sacudida por grandes convulsiones sociales: la huelga “revolucionaria” de agosto de 1917, liderada por el PSOE, que aspiraba a la democratización del régimen; los motines del hambre de inicios de 1918; las rebeliones campesinas de 1918 y 1919 en Andalucía; la huelga de la Canadiense en Barcelona en la primavera de 1919 y el lock-out del otoño; el repunte de huelgas en 1920, que alcanzan la cifra de 1.060 ese año. A estas luchas obreras y campesinas se suma la creciente agitación de la pequeña burguesía y sus representantes políticos, expresada en la asamblea de parlamentarios rebeldes de junio de 1917, la formación de juntas de oficiales regeneracionistas, las movilizaciones nacionalistas catalanas en el invierno de 1918-1919 y los éxitos electorales de republicanos y nacionalistas. Esta efervescencia está estrechamente vinculada a la influencia radicalizadora de la Revolución rusa.

Fue en ambientes libertarios donde más simpatías despertó la Revolución rusa. Al calor del hecho soviético y de las luchas sociales de la época, la CNT devino una verdadera fuerza de masas, afirmando contar con casi 800.000 afiliados a finales de 1919. En ese momento, la CNT decidió en congreso nacional adherirse a la Internacional Comunista, aún provisionalmente. Tuvo lugar un proceso de revisión de diferentes postulados anarquistas a la luz de la experiencia soviética. Muchos libertarios llegaron a aceptar ideas marxistas como la dictadura del proletariado, la organización de vanguardia y el periodo transicional al comunismo. No obstante, fueron muy pocos los militantes cenetistas que acabaron integrándose permanentemente en el movimiento comunista. A pesar del revisionismo ideológico de la época, quedaba un poso libertario que dificultaba la asimilación plena del marxismo revolucionario. En particular, existía una fuerte hostilidad hacia las organizaciones partidistas y hacia el mismo término “partido”, y un gran apego a los sindicatos de la CNT.

Estas dificultades de fondo para ganarse a los cenetistas al comunismo se vieron exacerbadas por la actitud de los primeros delegados de la Internacional Comunista en España, el ruso Mijaíl Borodin y el estadounidense Charles Phillips, llegados a nuestro país en diciembre de 1919. Los dos agentes sentían una honda animadversión hacia el movimiento libertario, y creían que el comunismo había de nacer fundamentalmente de una escisión de la socialdemocracia, lo cual tenía sentido en la mayoría de países europeos, donde los socialistas eran poderosos, pero no tanto en el caso de España. Por lo tanto, la batalla para formar un partido comunista se daría principalmente en el PSOE y la UGT.

El Partido Comunista Español, 1920

En noviembre de 1917, el PSOE se encontraba en un estado de desmoralización tras la derrota de la huelga de agosto. Las corrientes legalistas y reformistas en el partido se habían fortalecido. No es de extrañar, por tanto, que la dirección socialista reaccionara a las noticias de la revolución soviética con cinismo y fastidio. Sin embargo, entre las bases del partido y de la UGT, el entusiasmo por la gesta bolchevique se extendió rápidamente. Tras la creación de la Tercera Internacional Comunista en marzo de 1919, la dirección socialista trató de ralentizar y de acotar el debate sobre la afiliación, haciendo una labor de zapa constante contra los llamados terceristas, los partidarios de la nueva Internacional.

Pero la radicalización de las bases fue tal que la dirección tuvo que hacer concesiones notables. Efectivamente, para principios de 1919, la corriente tercerista, encabezada por Mariano García Cortés, se hizo con el control de la poderosa agrupación madrileña. Ésta entró en pugna con la dirección nacional, controlada por el ala derecha. La izquierda también era influyente en Asturias. Sin embargo, en este momento la facción de García Cortés era confusa, falta de un programa claro y ligada emocionalmente a la Segunda Internacional, lo cual refleja el provincianismo y atraso político del socialismo español. Personajes anteriormente revisionistas y reformistas, como Núñez de Arenas, Torralba Beci o Pérez Solís, se movieron hacia el tercerismo (no sin vacilaciones).

El baluarte indiscutible del tercerismo estaba en la Federación de Juventudes Socialistas (JJSS) y el Grupo de Estudiantes Socialistas. Estas juventudes mostraban una impaciencia, un sectarismo y una intransigencia que las sitúa en lo que Lenin llamó el ultra-izquierdismo, corrientes que proliferaron en estos años en toda Europa, estridentes defensoras del bolchevismo, pero incapaces de articular un programa y unas consignas claras y, lo más importante, de vincularlas a las aspiraciones y preocupaciones inmediatas de la clase obrera y difundirlas en sus organizaciones de masas.

Temerosos de provocar a la militancia, los dirigentes reformistas, como Pablo Iglesias, Largo Caballero, Andrés Saborit, Isidro Acevedo o Julián Besteiro, intentaron prevenir burocráticamente las discusiones sobre la revolución rusa. Sabotearon un plebiscito sobre la cuestión internacional, acotando la polémica al ámbito congresual, menos democrático, donde las estructuras del partido y el sistema de delegados podían amortiguar el radicalismo de las bases. Para finales de 1919, el ala derecha, con algunas excepciones, desistió de la oposición abierta a la Internacional Comunista, pues la presión de la militancia hacía esto imposible. En vez de eso, su consigna era la de la unidad de las internacionales. En el congreso extraordinario de diciembre de 1919, el PSOE adopta la decisión mantenerse provisionalmente en la Segunda Internacional y presionar para que ésta se fundiera con la Tercera, postura ilusoria que parte de un cálculo cínico del ala derecha para ganar tiempo.

Las maniobras de los reformistas se vieron reforzadas inesperadamente por la labor de los primeros delegados de la Internacional Comunista en España, Mijaíl Borodin y Charles Phillips. Borodin y Phillips viajaron a España desde México en diciembre de 1919. Su objetivo en nuestro país era potenciar las fuerzas del comunismo, aunque las instrucciones que recibieron eran vagas. Inicialmente, los agentes agruparon un “bloque de izquierdas” amplio, que reunía tanto a las Juventudes como a los terceristas más reconocidos del partido y de la UGT. Empero, conforme pasaban los días, los delegados bolcheviques se desesperaron ante la dilación de García Cortés y los suyos, que eran reacios a escindir el partido sin antes dar una batalla por conquistarlo a la Internacional Comunista. Como explicaban los agentes en uno de sus informes: “¡Qué poderosa arma es esta ‘Unidad’ en manos de políticos aderezados! La unidad era el viejo fantasma que sobrecoge a todos”.[1]

Ciertamente, estos temores reflejaban el conservadurismo de personajes como García Cortés, un político profesional adicto a los discursos radicales, pero, en la práctica, ligado a la burocracia del partido y a las instituciones de la democracia burguesa (a comienzos de 1920 fue electo concejal en el ayuntamiento de Madrid). Por otro lado, el apego a la unidad del partido también respondía a la comprensible fidelidad de las bases socialistas a su organización histórica, que sólo grandes acontecimientos podían sacudir, y a la convicción, totalmente razonable, de que con paciencia se podría conquistar a la mayoría del PSOE al comunismo sin necesidad de una escisión devastadora. Borodin y Phillips fueron excesivamente taxativos con sus interlocutores en el PSOE, tratando de quemar etapas en el proceso de diferenciación y clarificación interna. No es casualidad que los partidos comunistas de Francia e Italia revistieran una mayor solidez que el español, habiéndose formado tras un proceso prolongado de discusiones, polémicas y reflexión en el seno del movimiento socialista.

Deseoso de abandonar Madrid, Borodin se apoyó en los ultraizquierdistas acaudillados por Merino Gracia de la Federación de Juventudes Socialistas para crear el partido comunista mediante un ‘golpe de Estado’, como ellos mismos lo tildaron en sus informes.[2] Preparado el golpe, Borodin abandonó España, delegando sus labores en el joven Phillips. Justificándose en la resolución favorable a la Internacional Comunista de su congreso, la ejecutiva de las JJSS sencillamente cambió el nombre de la organización en abril de 1920 a Partido Comunista Español (PCE), informando a sus bases a posteriori. Muchos jóvenes, indignados ante la maniobra, abandonaron la Federación. De los 7.000 afiliados a las JJSS, el PCE conservó sólo a unos 1.000, concentrados sobre todo en Madrid, con un cariz marcadamente extremista. Era el “partido de los cien niños”.

Esta escisión, que a través de Borodin parecía gozar del beneplácito de Moscú, desacreditó a la Internacional Comunista a ojos de muchos militantes socialistas honestos, y debilitó política y numéricamente a las fuerzas terceristas en el partido. El nuevo partido rechazaba cualquier trato con otras organizaciones de izquierda, y no sólo atacaba a la vieja guardia socialista, sino que también dirigía un fuego graneado contra los ‘traidores’ terceristas que habían decidido seguir en el PSOE. Una de sus primeras acciones fue asaltar la cafetería de la Casa del Pueblo, la sede socialista, rompiendo el mobiliario y arrojando las cafeteras por el suelo mientras insultaban e intimidaban a los que allí se encontraban. En junio, irrumpieron en el congreso extraordinario del PSOE, produciéndose una tremenda refriega. Asimismo, el diminuto PCE también mantuvo una actitud agresiva y estridente hacia la CNT.

El sectarismo de estos jóvenes era igualado por su compromiso y dedicación a la causa. Fueron blanco de la represión del Estado, en particular debido a su implicación en la huelga general de diciembre de 1920 proclamada por la CNT, y también tras el asesinato del presidente Eduardo Dato y tras el llamado Desastre de Annual, en Marruecos, en la primavera y el verano de 1921. Con algo de tiempo y experiencia, y bajo la supervisión de la Internacional, la impetuosidad revolucionaria de esta primera generación de comunistas españoles podría reconducirse hacia cauces más juiciosos y coherentes.

Estos jóvenes berroqueños recibirían un duro correctivo en Moscú en el verano de 1920, donde fue sometida a debate la crítica magistral de Lenin al ultra-izquierdismo, La enfermedad infantil. En su obra, el dirigente bolchevique explicó la necesidad de ganarse a las masas allá donde estuvieran, incluyendo las organizaciones reformistas:

“Para saber ayudar a la “masa", para adquirir su simpatía, su adhesión y su apoyo, no hay que temer las dificultades, las zancadillas, los insultos, los ataques, las persecuciones de los “jefes” (que, siendo oportunistas y socialchovinistas, están en la mayor parte de los casos en relación directa o indirecta con la burguesía y la policía) y trabajar sin falta allí donde estén las masas. Hay que saber hacer toda clase de sacrificios, vencer los mayores obstáculos para entregarse a una propaganda y agitación sistemática, tenaz, perseverante, paciente, precisamente en las instituciones, sociedades, sindicatos, por reaccionarios que sean, donde se halle la masa proletaria o semiproletaria”.

Estas críticas molestaron a los militantes del Partido Comunista Español, aunque difícilmente podían articular una respuesta consistente.

El Partido Comunista Obrero, 1921

El prestigio de la Revolución rusa era tal que los terceristas en el PSOE pudieron continuar su labor tras esta primera y desafortunada escisión. En el congreso extraordinario de junio de 1920, el ala derecha no tiene más remedio que aceptar lo inevitable. El partido resolvió afiliarse provisionalmente a la Tercera Internacional. Sólo derechistas descarados como Indalecio Prieto se atreven a oponerse a aquélla abiertamente. Este congreso representa el apogeo de los terceristas en el PSOE. Una política más audaz, que abogara por una afiliación plena a la Internacional Comunista y desenmascarara las maniobras de los jefes reformistas, hubiese asegurado un mejor futuro al comunismo en España. Pero, como hemos visto, los estrategas terceristas se caracterizan por su vacilación y su temor paralizante a un conflicto abierto con la cúpula del partido. De hecho, la dirección reformista se aferró al carácter provisional de la decisión para tratar posteriormente de derogarla. Sin tiempo de enviar una delegación a Moscú para el Segundo Congreso de la Internacional, convocado para julio de 1920, se decidió enviar a dos representantes a la Rusia soviética en el otoño para discutir con la dirección de la Internacional y estudiar de primera mano la obra soviética.

Los elegidos fueron Fernando de los Ríos, profesor humanista en la Universidad de Granada, alejado del marxismo y del movimiento obrero por su condición social pequeñoburguesa, y Daniel Anguiano, dirigente ferroviario favorable a la Tercera Internacional, que, sin embargo, no destacaba por su nivel político y que desconocía otro idioma que no fuera el castellano. Esto dio la iniciativa durante todo el viaje a De los Ríos, que hablaba francés. Previsiblemente, el romántico humanista De los Ríos volvió de Rusia escandalizado por la difícil situación social y económica que atravesaba el país, devastado por la guerra y el hambre, mientras que Anguiano, aun teniendo algunas críticas, quedó impresionado por la República soviética, por sus ejemplos de organización y creatividad revolucionaria, por la energía del Ejército Rojo y el partido bolchevique, por las iniciativas para lidiar con la crisis de la posguerra y, cómo no, por el programa y el dinamismo de la Internacional. Así las cosas, a su regreso a España a finales de 1920 ambas facciones se enzarzaron en una nueva disputa.

La manzana de la discordia eran las 21 condiciones aprobadas por la Internacional en su congreso del verano, y que imponían unos criterios de afiliación severos, que habían de servir de tamiz contra elementos centristas y vacilantes. Como hemos visto, muchos caudillos reformistas hicieron concesiones verbales a la izquierda para capear la tormenta revolucionaria de estos años. Por lo tanto, era necesario imponer criterios rígidos para facilitar la clarificación política y la diferenciación entre la izquierda y la derecha del movimiento obrero. Esta polémica vino acompañada de un debate más amplio sobre los méritos de la Revolución rusa, azuzado por las crónicas catastrofistas del profesor De los Ríos. Para la primavera de 1921, el entusiasmo por la Revolución rusa en los medios socialistas españoles se había ido desinflando, la situación interna en la república soviética era calamitosa, la propaganda anticomunista iba haciendo mella y los desmanes del PCE de Borodin contribuían al descrédito de la Internacional. En abril, en un nuevo congreso extraordinario, el PSOE rescinde (por un margen estrecho) su afiliación a la Internacional, aludiendo a la rigidez de las 21 condiciones, pasándose a la Internacional ‘dos y media’ de Viena, que agrupaba a partidos de tipo centrista, reacios a implicarse en los resabios de la vieja Segunda Internacional, pero alejados de la política revolucionaria de la Tercera. Sin duda, la mayoría de militantes socialistas seguían simpatizando con la Revolución rusa (aunque sin el fervor de los años anteriores), pero la bandera de la unidad frente a el peligro escisionista y de la consigna de la autonomía del partido ante la severidad de las 21 condiciones, logró granjear una mayoría a los jefes reformistas.

García Cortés, Daniel Anguiano, Virginia González, Núñez de Arenas, Pérez Solís, Torralba Beci, y otros líderes del ala izquierda, deciden entonces escindirse, formando el Partido Comunista Obrero Español (PCO) en abril de 1921, inmediatamente tras la votación del congreso extraordinario. Esta organización cuenta con una mayor base que el ‘partido de los cien niños’: son unos 6.200 militantes con una presencia notable en la UGT. Su bastión está entre los mineros y metalúrgicos de Asturias y Vizcaya. En muchas zonas industriales del norte, agrupaciones socialistas enteras se pasan en bloque al comunismo. El PCO libra una batalla feroz con los socialistas por el control de la UGT en el norte, consiguiendo adueñarse (brevemente) del poderoso sindicato minero asturiano. Además de su ofensiva por conquistar los sindicatos, el principal esfuerzo del PCO en sus primeros meses de existencia fue contra la guerra imperialista en Marruecos tras el Desastre de Annual, donde los rebeldes rifeños masacraron a unos 8.000 soldados españoles ante la incompetencia de los mandos militares.

Los dirigentes del PCO acarrean gran parte de la rutina del viejo PSOE, centrándose en la actividad electoral y en consolidar sus posiciones sindicales. Aunque su agitación contra la guerra marroquí es vigorosa, ante otros asuntos candentes de la política nacional el PCO (igual que el PCE primerizo) se muestra pasivo: en particular, ante la salvaje represión que sufre la CNT en Barcelona a manos de Martínez Anido. La relativa moderación del PCO no es óbice para que sufran la represión desencadenada tras el asesinato de Dato y tras el Desastre de Annual, lo cual dificultará el desarrollo del partido. Ahora bien, el relativo estancamiento de la nueva organización tiene una explicación política de fondo. Si el PCE de Borodin había sido creado demasiado pronto, el PCO se formó demasiado tarde, cuando las luchas sociales de la época, tanto en España como internacionalmente, estaban entrando en reflujo. Como explica el historiador estadounidense Gerald Meaker:

“[Los terceristas] llegaban demasiado tarde. Sin darse cuenta de ello, ya había quedado atrás aquella ola [de entusiasmo pro-bolchevique]. El PCO, nacido con quizás un año de retraso en circunstancias desfavorables, se toparía desde el principio con numerosos obstáculos, algunos nuevos, como el colapso económico, la disgregación inexorable del movimiento obrero y el declive en los ánimos del pueblo. Además, el partido dio sus primeros pasos sin recursos económicos, acaparados por los socialistas, sin un diario y sin diputados en las Cortes; además de carecer de dirigentes carismáticos”.[3]

El PCO es el contrario del PCE, si éste peca de extremismo, aquél es una organización un tanto flemática. Estarán condenados a no entenderse. Ninguna de las dos hornadas de comunistas sabrá encontrar el equilibrio necesario. Pero a pesar de los errores subjetivos, la pobreza del movimiento comunista español originario es sin duda un reflejo inevitable de la pobreza de la nave nodriza, el PSOE. La Internacional Comunista de Lenin y Trotsky suponía una fantástica escuela revolucionaria para educar a movimientos comunistas inseguros y desequilibrados como el de España. Pero su rápida degeneración bajo la influencia del estalinismo destruirá la tabla de salvación de los comunistas españoles. Además, España en este momento ocupaba un lugar secundario para la Internacional Comunista, ocupada ante todo por la situación en Alemania y Europa Central.

La unidad: el Partido Comunista de España

Ya en mayo de 1921 hubo tratativas entre los jóvenes del PCE y los veteranos del PCO, aunque quedaron en agua de borrajas debido a la intransigencia de Merino Gracia y sus hombres. En el Tercer Congreso de la Internacional en Moscú el verano de 1921, el Comité Ejecutivo de la Internacional insistió a las delegaciones del PCO y del PCE en la necesidad de unificarse. España no era el único lugar donde surgen diferentes grupos comunistas con diferencias políticas notables. Originariamente, la Tercera Internacional reviste bastante heterogeneidad, formada con la arcilla de tradiciones políticas e ideologías diferentes (socialdemócratas de izquierda, anarquistas, sindicalistas, anticolonialistas, etc.). En palabras del perspicaz observador Víctor Serge: “Fuera de Rusia […] no había todavía [en 1921] comunistas en el mundo. Las viejas escuelas revolucionarias, y también la joven generación salida de la guerra, estaban infinitamente lejos de la mentalidad bolchevique”.[4]

La insistencia de la Internacional empujará a las dos facciones españolas a emprender el camino de la unificación. Para guiar este proceso, en noviembre de 1921 la Internacional despachó a Madrid al dirigente comunista italiano Antonio Graziadei. Para ese momento, la labor de Merino Gracia contra la ultraizquierda había templado un tanto el fanatismo de los jóvenes comunistas, al menos en el plano retórico. Sin embargo, seguían desconfiando profundamente de los próceres socialistas del PCO, e hicieron del abstencionismo electoral su caballo de batalla en la polémica con la vieja guardia. Su argumento no carecía de lógica, habida cuenta de la influencia del anarquismo en España y el descrédito del sistema electoral de la Restauración. Aunque los comunistas generalmente están a favor de la participación electoral, utilizando las instituciones parlamentarias como altavoz para su programa, esta postura no es un dogma y debe cotejarse con la situación concreta en cada país. Seguramente, la erosión del caciquismo hacía de la participación electoral una táctica útil, aun sin ser la prioridad para el nuevo partido. En cualquier caso, las posturas en el debate sobre la participación electoral se polarizaron desmedidamente, al calor del choque entre jóvenes y veteranos.

Graziadei se situó a medio camino entre ambas posturas, sin ofrecer apoyo explícito a ninguna de las facciones. Percibía los vicios y las virtudes de ambos bloques: los unos, de temperamento revolucionario y audaz, dedicados a la causa, pero sectarios y alejados de las masas; los otros, más sensatos y maduros, y con un mayor arraigo entre el proletariado, pero más temerosos y rutinarios. Haciendo concesiones sobre todo a los muchachos del PCE, a los que se otorgó la mayoría del nuevo Comité Central y un peso significativo en la redacción del órgano de prensa unificado, La Antorcha, se acabó llegando a un acuerdo. El 14 de noviembre de 1921, los dos bloques se funden en el Partido Comunista de España (PCE). Según los cálculos de Graziadei, los efectivos de la nueva organización no alcanzan los 7.000.

Los vericuetos del comunismo en España

Las tensiones entre las dos almas de la nueva organización se seguirán sintiendo durante años, y dificultarán el desarrollo del partido. Los sectores más extremistas del primer PCE, encabezados por Juan Andrade, incapaces de convivir con sus nuevos camaradas, llegaron a amenazar con un nuevo cisma. En enero de 1922, Andrade y sus adeptos formaron un Grupo Comunista Español como facción interna en el partido. Su caballo de batalla era el abstencionismo electoral, polémica reavivada por la decisión del Comité Central de participar en las elecciones municipales de comienzos de ese año. Tan frágil era la unidad de los comunistas, que en abril de 1922 la Internacional envió al cuadro suizo Jules Humbert-Droz a templar los ánimos y desinflar las tentaciones escisionistas de Andrade.

El faccionalismo dentro del PCE unificado tiene diferentes expresiones. Por un lado, se mantienen las tensiones entre los exsocialistas del PCO y los extremistas del primer PCE en Madrid. Al mismo tiempo, sin embargo, surge un nuevo bloque en el norte, donde el camaleónico caudillo comunista Pérez Solís consolida una base de apoyo autónoma. Exmonárquico y previamente situado en el ala derecha del PSOE, Pérez Solís viró a la extrema izquierda al calor de la Revolución rusa y fue uno de los fundadores del PCO. Ahora, desde su bastión bilbaíno, dirige la sección más poderosa del comunismo en España. Utilizando métodos intransigentes y a menudo violentos, se enzarza en una guerra civil con la competencia socialista y anarquista en los sindicatos vizcaínos y asturianos. El trasfondo es la recesión económica de estos años, que dispara el desempleo, deprime los salarios, y desmoraliza a un sector de la clase obrera, que abandona los sindicatos. Ante la crisis del movimiento obrero, el PSOE aboga por llegar a compromisos con la patronal para mantener los puestos de trabajo aun en detrimento de los salarios, mientras que los sindicatos comunistas plantean una contraofensiva para frenar a la patronal mediante huelgas agresivas. Estas tácticas divergentes y su pugna por un movimiento sindical menguante preparan un choque violento entre el PSOE y el PCE vizcaíno, que, operando con independencia de la dirección del partido en Madrid, comete numerosos excesos y recae en prácticas ultraizquierdistas totalmente contraproducentes. El asesinato de un socialista a manos de los seguidores de Pérez Solís en noviembre de 1922 justificó la expulsión masiva de comunistas de la UGT, malbaratando los esfuerzos realizados hasta entonces. De la misma manera, la convocatoria de una nueva huelga general, precipitada, sin preparación política e impuesta literalmente a golpe de revólver, contra el envío de tropas a Marruecos desde Bilbao en agosto de 1923, fue acogida con escepticismo por los obreros, invitó a la represión contra el PCE y caldeó los ánimos de cara al golpe de Estado de septiembre.

Paralelamente, aparece una nueva familia en el comunismo español, al acercarse al PCE una corriente de cenetistas partidarios de la Internacional Comunista. Encabezados por Joaquín Maurín, estos “comunistas-sindicalistas” acaban integrándose en el partido gradualmente entre 1923 y 1924, aunque las fuerzas que representan son muy modestas: alrededor de un centenar de militantes. Maurín, ambicioso, desdeñoso de los dirigentes del PCE y fuertemente ligado a la CNT, construye una facción autónoma en Barcelona, que acabará conformando la Federación Comunista Catalano-Balear.

Este reino de taifas difícilmente podía favorecer el crecimiento del partido. Antes al contrario, las fuerzas del PCE menguan dramáticamente en 1922-1923. En vísperas del golpe de Estado de Primo de Rivera, se han reducido a menos de 1.200 militantes, según los datos internos manejados en su congreso de junio de 1923 (la cifra pública, exagerada, son 5.000 afiliados).[5] La llegada de la dictadura, con sus políticas represivas, complicó aún más la situación del partido. La detención de sus dirigentes en Barcelona obliga a trasladar su Comité Ejecutivo a París, donde su nuevo secretario, José Bullejos, protagonizará varios choques con los militantes en la clandestinidad y en la cárcel en España.

El PCE vagó por el desierto desde su fundación hasta entrados los años 30. Las dificultades iniciales del comunismo en nuestro país tienen diferentes explicaciones. En general, su disgregación es un reflejo de la heterogeneidad y desunión del movimiento obrero español descritas al principio de este artículo. Otro factor importante son los errores subjetivos de sus inspiradores: la impetuosidad y el desconocimiento de las condiciones locales de los agentes Phillips y Borodin; la escisión precipitada y burocrática que dio vida al Partido Comunista Español; el carácter furiosamente sectario y extremista de éste, que alejó a potenciales seguidores; la pasividad y vacilaciones del bloque tercerista, cuya escisión se produce demasiado tarde; la fatal disociación de los partidarios de la Internacional Comunista en el PSOE y la CNT, la fuerza obrera más masiva y dinámica de España y que será en gran medida ignorada por los primeros comunistas españoles; la desconfianza entre las dos generaciones de comunistas que se fusionan en el Partido Comunista de España en noviembre de 1921.

De haberse evitado estos errores, el PCE hubiese revestido una mayor solidez y arraigo. Ahora bien, su debilidad histórica tiene también causas ‘estructurales’. La clase obrera sólo rompe con sus organizaciones tradicionales y forja otras nuevas en circunstancias extraordinarias, cuando grandes acontecimientos ponen de manifiesto la bancarrota de las viejas direcciones y programas. La Revolución rusa sacudió al mundo entero y supuso un fuerte revulsivo para el movimiento obrero internacional. Empero, por sí solos, los desarrollos revolucionarios en la otra punta de Europa no bastaban para dar un vuelco a las organizaciones socialistas y anarquistas de España, por muy estimulantes que fueran para los militantes. Para que esto sucediera, las viejas direcciones tenían que comprometerse en la práctica. El PSOE y la CNT mostraron sus limitaciones al calor de episodios como la huelga de agosto de 1917 o el lock-out de Barcelona de 1919, pero esto no bastó para comprometerlos decisivamente. En realidad, la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial fue un balón de oxígeno para los caudillos socialistas y anarquistas que quedaron en una posición muy cómoda al no tener que tomar partido en la guerra. Esto contrasta con la situación en otros países europeos, donde gran parte de las antiguas direcciones socialdemócratas y anarquistas respaldaron a sus respectivos gobiernos en la carnicería imperialista, desacreditándose cuando la guerra devino impopular. Además, la neutralidad española también amortiguó la intensidad de los estallidos sociales de la posguerra. Así las cosas, el PSOE y la CNT salieron de las convulsiones de aquellos años en gran medida indemnes, y los comunistas tuvieron dificultades para hacer mella entre las bases de ambos movimientos. Ahora bien, la formación de una organización de vanguardia, aun pequeña, inspirada por el marxismo revolucionario albergaba un gran potencial, que podría desplegarse con el cambio en la situación objetiva. Ciertamente, la oleada revolucionaria de los años 30 iba a permitir al PCE consolidarse como fuerza de masas, particularmente tras iniciarse la Guerra Civil, pero en un contexto internacional totalmente diferente donde la Internacional Comunista y la Rusia soviética estalinizadas no fungían ya de espuela sino de freno para la revolución.


1- Fundación Pablo Iglesias, Internacional Comunista, AAVV-CV-16, ‘General Report’, 16 de junio de 1920.

2- Fundación Pablo Iglesias, Internacional Comunista, AAVV-CV-16, ‘General Report’, 3 de abril de 1920.

3- Gerald Meaker, The Revolutionary Left in Spain, 1914-1923 (Stanford: Stanford University Press, 1974), p. 369.

4- Víctor Serge, Memorias de un revolucionario (Madrid: Viento Sur, 2019), p. 152.

5- Rossiskii Gosudarstvennii Arjiv Sotsial’no-politicheskoi Istorii, 495/120/215, ‘Rapport d’Arlandis, Rey, Maurín, Colomé au CEIC’, julio 1927.

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