“Aunque los pasos toquen mil años este sitio, no borrarán la sangre de los que aquí cayeron”. Aquella mañana, limpia y fría, la huelga general era seguida de forma masiva. Nada hacía presagiar la hondura de la tragedia, ni nadie esperaba un crimen tan salvaje. Durante dos meses de huelga, seis mil trabajadores fuimos el ejemplo más concluyente de que la ruptura con el franquismo era posible.
Defendiendo lo más básico, salarios y condiciones de vida dignas, conquistamos las libertades ejerciéndolas, y nos enfrentamos al poder económico que tenía a su servicio policía, instituciones, leyes, y medios de comunicación. Nos golpearon, nos despidieron, nos detuvieron, nos torturaron, nos asesinaron, pero no pudieron frenarnos. Rompimos los topes salariales y la intransigencia empresarial, reconocieron las comisiones representativas y las asambleas, readmitieron los despedidos, y se impulsó de forma decisiva el proceso hacia las libertades.
En aquella época, el desempleo y la inflación, desconocidos desde la segunda guerra mundial, se habían instalado en Europa. Las movilizaciones eran masivas en Italia, Francia, o Gran Bretaña, y había movimientos revolucionarios en Grecia y Portugal. El franquismo enfrentaba el rechazo internacional, la rebelión de militares demócratas, la ocupación del Sahara por Marruecos, una oposición creciente y, sobre todo, la necesidad imperiosa de un pacto económico para reducir los costos laborales que exigía el capital.
En el invierno del 76 un millón de trabajadores coincidimos en conflictos laborales. Nunca se estuvo tan cerca de una huelga general sostenida, pero la orientación predominante en el Estado fue la de conducir los convenios a través del sindicato franquista, y en cada empresa o sector, de forma independiente. En Vitoria, por contra, se eligieron representantes directos al margen del sindicato vertical, se creó una dirección conjunta de la lucha, ni despedidos ni detenidos eran líneas rojas, y se llamó una y otra vez a la solidaridad de todo el pueblo trabajador. En Vitoria, aprendió el régimen que la represión estimulaba la lucha, y que no era posible una reforma sólo de fachada. Al asesinato de cinco obreros respondieron medio millón, llamados a la huelga en Euskal Herria, y miles de iniciativas solidarias contestadas con dos nuevos asesinatos en Tarragona y Basauri.
Sin embargo, en contradicción con el protagonismo y fuerza de la clase trabajadora, los dirigentes obreros renunciaron a la ruptura democrática, perdieron la iniciativa política, pactaron que los costes de la crisis económica recayeran sobre los trabajadores, y aprobaron una ley de punto final que amnistiaba los crímenes franquistas. La transición, ni fue pacífica, mas de cien opositores asesinados por el Estado y las bandas fascistas hasta 1980; ni fue democrática, especialmente las primeras elecciones generales, con un sistema electoral apañado y los franquistas dominando todo el poder, estatal y municipal.
En el otoño del 77 se firmaban los Pactos de la Moncloa, básicamente un tope salarial, a cambio de promesas que nunca se cumplieron, poco después la Ley de Amnistía que amparaba la impunidad y la injusticia, y más tarde una Constitución en la que la monarquía, el ejército, la Iglesia y el Capital blindaban sus intereses.
Ahora, la Gran Recesión, gracias a la contestación social, cuatro huelgas generales, y más de un millón de personas en las Marchas por la Dignidad, han dejado al descubierto el atraso histórico de la economía española, el carácter reaccionario de la derecha, la corrupción generalizada, el descrédito de la monarquía, o la crisis del Estado de las Autonomías. Los cambios que no se hicieron, reclaman hoy un nuevo proceso constituyente; la ley electoral, la independencia de la justicia, el derecho de autodeterminación, la reforma militar, garantizar derechos de contenido económico como vivienda, sanidad, pensiones, o educación, suprimir privilegios de la Iglesia Católica, decidir el modelo de Estado, o derogar la ley de amnistía, la ley mordaza, o la reforma laboral.
Pero lo decisivo, hoy como ayer, es la necesidad que tiene el capital de competir reduciendo costos laborales y aumentando la precariedad, para elevar su tasa de ganancia. Los trabajadores ocupamos la centralidad social y económica, y la historia demuestra que podemos también ocupar la centralidad política, es decir, estar a la cabeza de las movilizaciones sociales impulsando cambios profundos. Seis millones de trabajadores, y cuatro millones de pensionistas, cobran menos de 700 euros/mes, y una de cada tres personas está en riesgo de exclusión social. La urgencia es la desigualdad y la pobreza, pero la respuesta más eficaz es crear empleo de calidad, elevar el salario mínimo, acabar con el despido libre, primar el contrato fijo, y reforzar la negociación colectiva y el derecho de huelga. También fortalecer el movimiento sindical, un sindicalismo con democracia interna y financiado por los trabajadores, y regular el control obrero y la democracia en las empresas.
Hoy por hoy, capitalistas y banqueros dirigen a placer las instituciones europeas, financian con dinero público la especulación y el fraude, y atacan de raíz derechos que han costado sangre, sudor y lágrimas conseguir. El mejor homenaje a nuestros muertos es continuar la lucha contra un sistema capitalista incapaz de satisfacer las necesidades básicas de las personas, mientras defendemos el derecho a la verdad y la justicia, y el deber de no olvidar, porque, citando a Benedetti: “la historia tañe sonora su lección como campana, para gozar el mañana hay que pelear el ahora”.
* Arturo Val del Olmo fue miembro de las Comisiones Representativas del 3 de Marzo de 1976. Es autor del libro: “3 de Marzo. Una lucha inacabada”